Algunas reflexiones en torno al tamaño del Estado en Argentina
¿Cómo bajar el gasto público de manera que sea viable económica y políticamente? Algunos indicios sobre lo que no hay que hacer
El tamaño del Estado, medido como gasto público consolidado sobre el PBI, ha crecido en los últimos 150 años en la enorme mayoría de los países del mundo. Este aumento ha sido particularmente marcado en el período de entreguerras y en la década de los 70’s. Sin embargo, mirando a los últimos 40 años, son pocas las democracias en que el tamaño del Estado ha aumentado de manera tan firme y sostenida como lo ha hecho en Argentina. El gasto público consolidado entre 1983 y 2019, que incluye los gastos de todas las jurisdicciones (Nación, provincias y municipios), pasó de 26% a 47%. Sólo en la última década, subió casi 10 puntos porcentuales. Entre países con ingreso medio alto, ninguno ha mostrado un aumento similar. Usando una medida alternativa, desembolsos del gobierno como proporción del PBI, sólo cuatro países en todo el mundo (Myanmar, Guinea Ecuatorial, Turquía y República Dominicana) superaron a Argentina en el aumento del tamaño del Estado entre 1990 y 2020.
Entonces, surge naturalmente la pregunta: ¿el gasto público es demasiado alto? Si. Como proporción del PBI, el gasto público consolidado de Argentina está al menos 10 puntos porcentuales por encima de la media de los países de ingreso medio alto y unos 4 puntos porcentuales de la media de los países de la OECD. Si el diagnóstico es correcto, entonces el tratamiento no debería sorprender: hay que reducir el gasto público. Sin embargo, como observo en este artículo, hay condicionantes económicos y políticos que dificultan hacerlo en el corto plazo. Sin ánimo de ser taxativo, los más relevantes son: el pobre desempeño económico argentino tanto reciente como actual; la rígida composición del gasto del gobierno; y la fragmentación partidaria y renovada competencia electoral en el nivel nacional.
El estancamiento económico ha impactado sensiblemente sobre los ingresos del gobierno y esto puede observarse mirando la recaudación impositiva como proporción del PBI en perspectiva histórica: estable durante los 90s, creciente durante los 00s y estable a la baja durante la última década. Es decir, sin crecimiento Argentina no puede financiar un ratio gasto/PBI creciente con recursos impositivos. Si lo quiere hacer, deberá utilizar la emisión y el endeudamiento como lo ha hecho de manera recurrente a lo largo de los últimos 70 años. La elección de uno u otro dependerá, como siempre, de variables económicas –crédito externo e interno, niveles de inflación- y políticas-visibilidad de los instrumentos y réditos electorales.
Pero el problema no es sólo que el gasto es creciente sino que además en su composición se encuentra una de las razones por las cuales es inflexible a la baja: casi 6 de cada 10 pesos que el Estado nacional gastó en 2019 fue a servicios sociales que incluyen seguridad social, educación, salud y promoción y asistencia social entre otros. Es decir, gastos que en una importante proporción importan transferencias y prestaciones al sector privado --jubilaciones, asignaciones familiares, sueldos y salarios. Si a eso se le suma el gasto en administración gubernamental y servicios de defensa y seguridad, más del 70% del gasto nacional no puede ser reducido en términos nominales por lo que sólo hay alguna flexibilidad para reducirlo (licuarlo) en términos reales. Naturalmente, licuar este gasto implica una forma de ajuste implícito que además perjudica directamente a los más vulnerables: otra de las consecuencias no deseadas de la pro-ciclicalidad del gasto público en Argentina. En el resto de las partidas, intereses de la deuda y servicios económicos, hay algún margen de maniobra que además presenta mejores perspectivas en relación a la progresividad de los ajustes (nominales y reales).
La rigidez del gasto a la baja también puede observarse mirando a la composición del gasto según este sea de tipo corriente o de capital. La participación del gasto de capital viene en una acentuada disminución, fundamentalmente las transferencias de capital y la inversión real directa. La contrapartida de esto es el aumento de la participación de gastos corrientes, particularmente transferencias corrientes e intereses. Esta composición del gasto tiene previsibles efectos macroeconómicos por cuanto existe consenso en que el multiplicador del gasto de capital es significativamente mayor al del gasto corriente. Adicionalmente, dadas las consideraciones anteriores, es bastante improbable que esta estructura de gastos sea reversible en el corto plazo. En resumidas cuentas, no sólo el gasto público ha casi duplicado su participación en el PBI sino que además su composición actual hace políticamente costoso cualquier intento de reducirlo (y económicamente imprudente cualquier intento de aumentarlo).
El tercer factor está vinculado con el diseño institucional y la dinámica política. En particular, es el resultado de un fenómeno de décadas y que se manifiesta actualmente en forma de fragmentación partidaria y acentuada competencia electoral, particularmente en elecciones a cargos nacionales. En los últimos 8 años, la competencia electoral en la arena nacional se ha intensificado en comparación con períodos anteriores. Los últimos dos gobiernos electos fueron el resultado de acuerdos de partidos. A nivel ejecutivo, estos gobiernos de coalición reproducen y amplifican los conflictos, negociaciones y concesiones que surgen de la arena legislativa: el número efectivo de partidos casi se duplicó en la cámara de Diputados desde 1983. Hay argumentos teóricos convincentes para vincular un aumento en la fragmentación (y la necesidad de articular coaliciones de partidos para ganar elecciones ejecutivas), a un aumento del gasto público.
Mirando en conjunto las últimas 4 elecciones legislativas generales, sólo en 8 de 24 distritos provinciales ganó siempre la misma fuerza política. En el resto hubo al menos un cambio de color político. El gobierno de Cambiemos fue el primero desde 1983 en ser ampliamente minoritario en términos legislativos. El gobierno actual estuvo a algunos miles de votos de ser el segundo. Los impactos presupuestarios y fiscales de tener un gobierno de coalición han sido ampliamente estudiados en democracias parlamentarias: aunque la evidencia no es concluyente, hay indicios de que están asociados a mayor gasto público. En años recientes, nuevos estudios documentan una relación positiva entre gobiernos de coalición minoritarios y gasto público en sistemas presidencialistas. No sería extraño que la política fiscal descentralizada del gobierno nacional responda a necesidades electoralistas en los ahora distritos swing. Un ciclo de negocios político amplificado por la mayor competencia electoral.
Llegado a este punto, resulta evidente que la pregunta más relevante también es la más esquiva: ¿cómo bajar el gasto público de manera que sea viable económica y políticamente? De los párrafos anteriores, se derivan algunos indicios sobre lo que no hay que hacer. No es el propósito de este artículo proponer recetas y/o recomendaciones sino poner de manifiesto que cualquier promesa de bajar el gasto, venga del gobierno o de la oposición, que no contemple de mínima algunos de los condicionantes mencionados, terminará sucumbiendo a su inviabilidad subyacente. Después de todo, pareciera que efectivamente esto ya ha empezado a suceder en años recientes, con un evidente malestar de grandes sectores de la población por la inflación persistente y la creación de nuevos tributos para sostener un gasto cada vez mayor. Haciendo oídos sordos al célebre consejo de Colbert en cuanto al arte de la tributación, pareciera que en Argentina las sucesivas administraciones se esmeran en lograr precisamente lo opuesto: sacarle las pocas plumas que le quedan al ganso con el mayor ruido posible.
*PhD en Economía. Profesor e investigador (FCE/UNC y CICE/UNC-CONICET). Twitter: @sebafreille