¿Aguantar o transitar?
Estas elecciones mostraron que la coalición oficialista para sobrevivir políticamente parece estar obligada a cambiar su manera de hacer política
Como ande… turbia la cuestión de quién
manda y quién obedece, todo lo demás
marchará impura y torpemente.
José Ortega y Gasset, La Rebelión de las masas, XIV, 4.
Desde que se conocieron los resultados electorales de las PASO, tanto los especialistas como los actores empresariales, sindicales o políticos, comenzaron a delinear posibles escenarios económicos con lo que podría suceder a partir de las elecciones del 14 de noviembre. Como el futuro ya llegó, y se confirmaron los resultados previos (incluyendo la inédita pérdida del quórum propio en el Senado nacional), sólo cabe contener la respiración mientras tratamos de entrever qué piezas moverá el golpeado oficialismo, a la vez que reflexionamos sobre las condiciones políticas que podrían dar sustento a diferentes derroteros de políticas.
Dejo entre paréntesis un escenario potencial que Juan Carlos de Pablo recomienda que nunca debemos olvidar en nuestro país (el “diluvio universal”), y me concentro en dos situaciones que han aparecido en varias de las mesas de arena de las consultoras económicas; se trata de dos senderos que el poder político de turno podría en cierto modo “elegir”, con algún grado de control, aunque después -como pasa frecuentemente en la vida- los acontecimientos “pueden no hacernos caso”. Por tal razón, no necesito recalcar que cualquier conjunto de políticas siempre pueden desembocar en un diluvio, donde trágicamente se ahogan primero y en mayor cantidad los que no tienen recursos para comprarse salvavidas, pero en todo caso hay maneras diferentes de prepararse para enfrentar el temporal.
¿Haciendo el aguante?
El primer escenario es una continuidad de la mescolanza actual, pero recargada, con ánimo de “durar” dos largos y ásperos años: por un lado, más cepos, más restricciones, más impuestos, más Feletti; por otro, algunas correcciones fiscales, monetarias o cambiarias al estilo del Guzmán “pre-electoral”, en el marco de un acuerdo laxo con el FMI. La obvia finalidad estratégica del plan “aguantar” es llegar con lo puesto a las elecciones presidenciales de 2023 y que la bomba le explote al que viene después. La plausibilidad política de este escenario (en el hipotético caso de que tenga el “éxito” económico suficiente como para no estallar antes de tiempo…) viene dada porque en circunstancias más o menos análogas, aunque mucho menos dramáticas, CFK prefirió jugar una opción económica muy poco razonable, pero que políticamente le era redituable a la hora de mantener su ejército electoral de reserva para una pelea futura (valga como ejemplo cuando a instancias de Kicillof mandó dinamitar un potencial acuerdo con los holdsout al filo de las elecciones del 2015).
Así presentado, podríamos decir que políticamente puede “aguantar” el presidente (a quien al final del mandato lo espera una jubilación de privilegio y –así se lo deseamos de todo corazón- una dulce paternidad); también puede hacerlo el ministro de Economía (a quien lo aguarda un privilegiado destino académico en alguna prestigiosa universidad norteamericana, o un alto y jugoso cargo en un organismo multilateral, donde ganará fortunas explicándole a los pobres países africanos que no deben hacer lo que él hizo aquí…); y en cierta medida podría seguir tirando de la cuerda la propia CFK, que además de poseer un patrimonio incalculable, siempre le quedará el recurso de escribir en futuras epístolas que ella no arrió ninguna bandera pseudo “progresista”, mientras mantiene su menguante poder de veto dentro del peronismo, gracias a una porción nada desdeñable de sufragios asentados en el corazón del conurbano. El pequeño detalle político que suele no tener en cuenta este esquema es nada más que el “resto” del peronismo.
En efecto, en las elecciones del 2023 –a diferencia de lo que pusieron en juego en estas elecciones legislativas- las jefaturas territoriales peronistas se jugarán el todo por el todo: sus carreras políticas, sus aparatos de poder, sus familias, sus patrimonios, sus problemas judiciales, sus órganos reproductores, sus implantes dentales o capilares, etc. Y parece muy poco atractivo el modelo del “aguante” para gobernadores e intendentes que suelen estar mucho más cerca, y mucho más expuestos, a los problemas cotidianos de sus bases electorales, que padecen inseguridad o que se quedaron sin trabajo, que tuvieron que cerrar la fábrica o la pizzería, que observan cómo la estratosférica inflación les carcome el sueldo –de los que están empleados- o el “plan”, del que ha quedado excluido de la sociedad salarial. La idea de “aguantar para después (volver a) perder” le puede resultar aceptable al político demasiado acostumbrado a viajar en helicóptero, pero no a aquellos que deben llegar a 2023 con alguna opción creíble para pelear cuerpo a cuerpo los votos, en cada barrio de cada municipio, contra una oposición que viene en alza.
En este rubro –más allá de delirantes malabares discursivos- no está de más recordar que a nivel país el Frente de Todos/as quedó entre ocho y nueve puntos abajo de Juntos por el Cambio (a eso en mi pueblo siempre le llamamos “perder”…); que no ganó en las provincias más pobladas, y que su castigado mercado electoral cautivo en los cinturones más pobres del conurbano no sólo no compensa otras derrotas, sino que ni siquiera le alcanza para imponerse en Buenos Aires; que en los últimos cuatro años –y el dato es de una contundencia abrumadora- Juntos por el Cambio duplicó su cantidad de senadores nacionales; y en definitiva, que la lógica tendencial de la dinámica electoral hace rato que prendió luces rojas para quien quiera verlas sin anteojeras: mientras la oposición –junto a terceras fuerzas- ha penetrado barrios y distritos donde antes ni se asomaba, el peronismo ha perdido capacidad para interpelar a sectores que en mejores días supo representar.
En buen romance, si el plan “aguantar” se impone, las jefaturas territoriales peronistas tendrán incentivos para comenzar a jugar un “doble juego” ya conocido, pero al que se le añade un riesgo sobre el que cabe poner atención: por un lado, jugarán en el cortísimo plazo a ordeñar todos los recursos fiscales que puedan del gobierno de turno; por otro, alentarán “por abajo” diferentes opciones “opositoras”, que irán erosionando fatalmente el mismo poder político que es necesario para que el plan “aguantar” cruce las turbulentas aguas de este próximo bienio.
¿En tránsito?
En la otra vereda se ubica un escenario de “transición post-populista”, orientado progresivamente a sentar las bases de un programa de estabilización y reformas estructurales que nos permita recuperar equilibrios macroeconómicos básicos, como base indispensable para potenciar un crecimiento inclusivo. Este esquema parte de la siguiente premisa política: la mejor manera de atenuar el síndrome del “pato rengo” es que el presidente (o el binomio presidencial) asuma como un hecho la necesidad de transitar hacia otro conjunto de políticas económicas, y empiece -de a poco- a encarar algunas de esas medidas. En tal sentido, la paradoja de elección racional que enfrentar el gobierno a partir de hoy es que apostar por el mediano plazo le podría dar más recursos de poder en el corto plazo, porque se convertirá en un actor clave del tiempo por venir.
Un posible mecanismo para ensayar en esta nueva etapa es convocar a una serie de comisiones de reforma sobre un conjunto recortado de problema de la agenda pública: trabajo, previsión social, sistema tributario, etc. Dichas comisiones deberían estar integradas por expertos y expertas de universidades y centros de investigación (no el mamarracho de la comisión de reforma judicial que eligió el presidente “a dedo”). En un plazo breve, deberían elaborar un documento de “diagnóstico”, que serviría de plataforma para las consultas con actores sindicales y empresariales, a fin de llegar al debate parlamentario del próximo año con una agenda de reformas orientada por ese derrotero de deliberaciones previas.
Ciertamente, este escenario obligará a la coalición gobernante a tomar una definición clave sobre “quién gobierna”. Según es fama, al presidente y a la vice nunca los unió el amor: en el 2019 los acercó la momentánea conveniencia; en estos dos años los distanció la mutua desconfianza; ahora los puede llegar a unir el espanto. Y esta “unión” puede presentarse con distinto envoltorio, desde asumir parejamente los mismos compromisos de gobierno, hasta pasar a un esquema donde uno le deje hacer la política al otro a cambio de algún acuerdo de intercambio tácito o explícito. Lo que es insostenible en un nuevo paradigma de gobernabilidad es que CFK siga jugando su pérfido rol de free-rider (viajero gratis): “está dentro” del gobierno cuando le conviene nombrar a numerosos funcionarios adictos (o intervenir en causas judiciales que le preocupan), pero “está afuera” al momento de compartir los costos de las decisiones del presidente que ella misma eligió, escribiendo incendiarias cartas como si viviera en Júpiter.
En este eventual escenario el presidente tiene a favor una “rara” ventaja. Como es sabido, Alberto Fernández ha deambulado en el último cuarto de siglo por casi todos los pasillos ideológicos de la política argentina, por lo cual, ninguna orientación de políticas públicas le es ajena, y ha de tener guardado un traje de cada período para cada ocasión. Esa extrema plasticidad intelectual y moral, censurable en casi cualquier otro contexto, puede curiosamente constituirse en un activo valorable de cara al frente de tormentas que se avecina, porque en algún sentido está psicológica y políticamente mejor preparado para ajustarse a cualquier derrotero. Diferente es el caso de CFK, que a medida que su figura crecía políticamente fue abandonando los acomodaticios movimientos de cintura que caracterizaron a su marido (y que ella siempre compartió), y poco a poco se fue transformando en un personaje más rígido y unidireccional, en razón de que quedaba circunscripta a un electorado cada vez más inelástico.
La novedad que trajo el resultado electoral de ayer es que ahora, para sobrevivir políticamente, la coalición oficialista parece estar obligada a cambiar, tanto en los contenidos como en las formas de hacer política. Ya veremos si quiere, si sabe y si puede hacerlo.
* Profesor titular del Departamento de Sociología de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) y docente de postgrado en la Universidad de San Andrés