La lamentable muerte del presidente Fernando De La Rúa, la semana pasada, sirvió para recordar, entre otros episodios nefastos de su gobierno, la ley de flexibilización laboral, reprochable antes por lo regresiva que significó para los trabajadores que por la corrupción con que se aprobó.

Como nada es casual nunca, y menos en política, ese deceso, y la insólita reivindicación de una gestión que acercó al país a su disolución, se produjo casi en simultáneo con la salida de los empresarios más poderosos del país a la cancha en que se juega el partido electoral. Poner el cuerpo para bancar la candidatura a la reelección de Mauricio Macri no es gratis: vino con la yapa del recordatorio de lo que se espera de un segundo capítulo cambiemista. Más ajuste y más rápido, por si lo visto hasta acá no fuera suficiente, y como el propio Presidente prometió ante Mario Vargas Llosa. Para que nadie dude esta vez que, como dijo Manolo Barge, la disputa es entre los de arriba y los de abajo con la mayor nitidez jamás vista. En 2015 eso no quedó tan claro.

En el libro La larga marcha de Cambiemos, en el que Gabriel Vommaro explica el salto a la política de los gerentes de empresas, se cuenta que entre esos hombres existe la convicción de que la receta exacta de lo que necesita Argentina estaría en el programa que Ricardo López Murphy anunció en su breve ciclo como ministro de Economía de De La Rúa. Y que no llegó a implementarse por el incendió que causó al interior de la propia primera alianza. Lo que no se hizo en ese momento por las buenas, explican los CEOS, lo impuso por las malas la dinámica de la crisis, fatalmente deterministas como son siempre en ese sector social en materia económica.

En De La Rúa está la referencia histórica de un gobierno que siempre presumió de no necesitar de la ayuda de la memoria para marchar victorioso, y la muerte, que a menudo suaviza hasta lo peor, tal vez podía ayudar. El macrismo necesita en este 2019 más que nunca de la segmentación del mensaje ahora que florecieron alternativas a derecha para posibles desencantados, tanto en la variante liberal (José Luis Espert), a quienes se buscó con la nostalgia delarruista; como en la conservadora (por José Luis Gómez Centurión), para quienes hubo desfile militar y la declaración  de Oscar Aguad de que no fue para tanto el levantamiento carapintada de Pascuas de 1987.

Sobre esto último, conviene recordar que entre todas las pestes que el neoliberalismo en funciones atribuye al peronismo, la acusación de que no dejaría gobernar al resto es de las más potentes. La Historia, en cambio, dice que Antonio Cafiero, la renovación justicialista de aquella época y la CGT al mando de Saúl Ubaldini respaldaron a Raúl Alfonsín ante la amenaza de Aldo Rico y compañía; mientras que el primer presidente de la democracia recuperada coordinó con Eduardo Duhalde, allá por 2002, la salida del desastre que lo puso en riesgo todo.

El contraste entre las despedidas multitudinarias que merecieron Alfonsín y Néstor Kirchner y la indiferencia con la que se fue el ex suegro de Shakira es suficiente sentencia para ese litigio.

La necesidad de acudir al pasado es prueba del fracaso de (ex)Cambiemos tanto como el libreto agresivo con que han iniciado esta campaña (dejando de lado los globos y el tono de maestra jardinera de María Eugenia Vidal, íconos de buenos tiempos que se han ido) y la apelación a la “vieja política” de Miguel Ángel Pichetto, porque, como enseñara Fernando Henrique Cardoso, xa El senador rionegrino debería gestionar el apoyo justicialista a la profundización del modelo amarillo, si consiguieran repetir, habida cuenta que los primeros cuatro años no habrían alcanzado.

En definitiva, el macrismo no ha inaugurado el credo gorila en Argentina. Sí lo ha reactivado, cortejado como nadie lo había hecho, le ha sacudido cierta autolimitación vergonzante de otrora. Lo ha sacado del closet, si se quiere, al volverlo razón de Estado. Macri ya no puede si no asumirse y fanatizarse, porque lo lejos que ha ido le clausura el ingreso a cualquier otra sociología. Y es tan cierto que el orgullo con que hoy actúa deja un peligro a futuro como que una derrota habiendo mostrado las cartas supondría una herida difícil de sanar. Por eso tanto nervio.