La Argentina parece destinada a eliminar la Ciencia y la Tecnología del entramado productivo argentino. Desde la supresión del Ministerio correspondiente hasta el desguace por etapas del CONICET, del cual el último ajuste es sólo la más reciente, obedece a dos o tres objetivos puntuales. El primero y más evidente es reducir aun más el desarrollo económico nacional, privándolo de una de sus turbinas principales, la producción de conocimiento aplicado. En la práctica, entonces, la I+D se privatiza casi por completo. Una decisión profundamente ideológica —reducir al mínimo el Estado, privatizar todo aquello que sea susceptible de serlo, puesto que el sector privado es todo lo que está bien y el público es todo lo que está mal— por parte de un gobierno que se jacta de ser democráticamente a-ideológico. (Vaya novedad).

En segundo lugar, elimina un faro de mirada crítica de alto nivel, es decir, corta de cuajo el micrófono de la voz autorizada para opinar sobre temas que hacen a la calidad democrática, al desarrollo económico, a las decisiones políticas, en última instancia, que toma un partido en ejercicio del poder. Una censura indirecta aplicada a un sector clave en el esquema de checks and balances republicano, que tiene además valiosos puentes con la prensa, el poder ejecutivo, legislativo y judicial, el tercer sector, e instituciones internacionales. 

En tercer lugar, es un proceso que se inscribe en una avanzada a nivel global contra la denominada «hegemonía cultural marxista», cuyos principales focos, se sabe, son las universidades y centros de investigación, especialmente los públicos. Así, aparecen en todo el mundo listas negras para denunciar docentes por «adoctrinamiento ideológico», no muy distinto al 0800 de Bullrich diseñada con el mismo fin. La policía militarizada ingresa —aquí, en Brasil y en todas partes—, a las casas de estudio, sus botas retumbando en los halls, provocando un eco de insoportable resonancia para las jóvenes democracias latinoamericanas. 

En cuarto lugar, patea la escalera de ascenso social en uno de los ámbitos ejemplares de la «meritocracia realmente existente». Si bien son, en general, hijos de las clases medias para arriba quienes acceden a sus becas, el sistema está ahí para quien quiera escalarlo y no pocos hijos del proletariado han llegado a su cima, en especial durante la década pasada, cuyas políticas de acceso a la educación por parte de los sectores populares habían sido bastante exitosas. En este sentido, quizás resulte sorpresivo y doloroso para los sectores más privilegiados de la industria académica recibir este portazo en la cara de un gobierno que vieron con buenos ojos e incluso defendieron en público, un espacio que veían como contiguo a su pertenencia social. 

Este desengaño es sintomático de un reordenamiento de la jerarquía social según el diseño de las nuevas derechas democráticas y modernas. En este punto resulta fundamental reconocer en el PRO no es un experimento meramente local sino uno que se inscribe en una red global de fuerzas conservadoras que se proponen un cambio de raíz en la composición y estructura de la población mundial. El Presidente mismo ha elaborado su discurso en base a esta «necesidad» de un «cambio estructural profundo», aunque se cuida bien de no explicitar el objetivo último de dicha transformación radical. 

Volviendo al desengaño, se observa el esfuerzo activo por empujar hacia abajo a las «clases medias» que, en nuestro país, históricamente son poseedoras de una riqueza simbólica que no se corresponde del todo con su nivel de ingreso; en otras palabras, cuyo capital cultural y el económico tienen una diferencia muy amplia y donde el segundo siempre fue minimizado en la constitución de la identidad y la pertenencia de clase. Vemos entonces que el proyecto político del PRO consiste en devolver a estos sectores al estamento jerárquico que les corresponde por ingreso —cada vez más magro y devaluado—, eliminando todas las instancias de contacto entre la élite y el resto de la población, a la manera de otros países latinoamericanos (México, Colombia, Perú, Chile, etcétera). Aquellas fronteras porosas que permitían el acceso a cuentagotas están hoy mas sólidas que el muro soñado de Trump. Los docentes, los empleados públicos, los sindicatos, los trabajadores de la industria de servicios, todos ellos se vieron achicados en su poder adquisitivo pero también en su prestigio social. Con cada represión, con cada desguace de la respectiva instancia estatal, los sectores pequeñoburgueses que acompañaron al gobierno creyéndose parte de ese grupo de la mitad para arriba fue desnudado, cachado y reducido por la mano invisible y enguantada del poder. Les hicieron creer que estaban el la lista VIP y resulta que tienen que ingresar por la puerta de servicio a atender el catering. El sector académico no es la excepción. 

Marilena Chauí, destacada académica brasileña y una de las fundadoras del PT, en su célebre (o infame) conferencia Eu Odeio a Classe Media, señala la emergencia de una nueva clase trabajadora que está en la intersección de la ciencia y la producción. A diferencia del siglo XX, cuando la ciencia producía teoría pura que luego era convertida en ciencia aplicada para ser utilizada por la producción, hoy en día se reconfigura esa relación, en la que la ciencia forma parte constitutiva de la acumulación y reproducción del capital. 

Estos trabajadores de la producción de conocimiento, alocados en su mayoría en academias, laboratorios y la industria de servicios, dice la profesora, no pertenecen a una clase media, sino a una nueva clase trabajadora, agentes intelectuales al servicio del capital, aunque trabaje en una agencia estatal. Nos pide pues que no confundamos el criterio de investigaciones de mercado (segmentos A, B, C, D, E) y sus indicadores de ingreso, profesión, consumos culturales, etcétera, para determinar una clase. Lo que distingue una clase de otra es su inserción en la relación de los medios sociales privados de producción y las fuerzas productivas, es decir, las relaciones de producción: la grieta eterna que supo hallar Marx y que, hasta el día de hoy, nadie ha sabido explicar mejor, por mucho que deseen pasarlo a archivo. 

Según la académica, en estos últimos años la clase trabajadora alcanzó un nuevo nivel de consumo, nuevos gustos, nuevos derechos civiles y sociales, pero eso no significa que haya «ascendido a clase media», significa que conquistó sus derechos y su lugar. «Me niego a llamar clase media a los trabajadores porque ellos conquistaron derechos gracias a 20 años de lucha, sumado a los 500 anteriores de lucha y desespero», aseveró. En Europa los trabajadores tienen acceso a vivienda, vacaciones pagas, hospitales públicos, educación pública, una vida confortable, y a nadie se le ocurre llamarlos «clase media», ¡es una locura!, puntualiza. 

Pero basta ver los comentarios en el video de YouTube de esta charla realizada en 2014 para comprender hasta qué punto esta falsa conciencia cala hondo y por qué, entonces, ganó Bolsonaro: «la clase media es una abominación política porque es fascista, una abominación ética porque es violenta y una abominación cognitiva porque es ignorante. Fin».

Imaginar entonces que los gobiernos empujados por el ethos de clase media alientan la calidad de vida democrática, justa y soberana es una ilusión. Ciertamente, no configuran derechas modernas y democráticas sino un nuevo tipo de totalitarismo blando, posdemocrático en el sentido de Colin Couch, donde la ciudadanía conserva algunos rituales como el voto pero cuya incidencia efectiva en la conducción de los asuntos públicos está notoriamente devaluado. El Estado se retrae hasta identificarse con sus funciones policiales y carcelarias, y el capital financiero digita los vaivenes políticos y económicos de cada región. Si bien está desterritorializado, requiere una hiper-territorialidad de sus dominados para ejercer un control eficaz.

Si pensamos hoy en cómo se ve una dictadura o un sistema totalitario, seguramente recurriremos a imágenes del pasado: dictaduras locales o foráneas, el régimen nazi, etcétera. Es necesario activar la capacidad de imaginar otras configuraciones, distintas al pasado, pero igual o más regresivas, violentas y sistemáticas. El totalitarismo es intrínseco al algoritmo, ya que incide (y vigila) todas las esferas de la vida cotidiana, pública y privada. El poder inteligente, como lo denominó Byung-Chul Han, ya está entre nosotros con su violencia microsegmentada. Hoy es torpe y evidente, pero mañana será silencioso y fatal.