Las principales posiciones políticas en pugna sostienen sus identidades constitutivas como síntomas imposibles de abandonar: ocultan aquello que no pueden ver de sí mismas en el anverso de sus enunciados. Esta dinámica no se agota, por supuesto, en el ámbito del enfrentamiento político-partidario y sus identificaciones morales. Nuestra existencia organiza muy a menudo un campo de sentido que se mantiene y prolifera con la única finalidad de soslayar lo que no puede ser dicho.

Quienes aún quieren sostener a la alianza gobernante en el poder, expresan su convencimiento en dos series de valores complementarias pero claramente diferenciables: la serie de la transparencia y la del mérito. La primera remite a la honestidad, hace gala de la defensa de la institucionalidad republicana, afirma la importancia del apego a las reglas de juego, y se reconoce en la exposición de la verdad y la demanda de transparencia. La segunda serie parte de una concepción del valor asociado al esfuerzo personal, al trabajo, a la productividad y al mérito individual como organizador de diferencias justas: permite que cada quien obtenga lo que se merece, es decir, lo que ha ganado “en buena ley”.

Las series, decíamos, son complementarias porque la honestidad funciona de algún modo el garante necesario del mérito basado en el esfuerzo individual. De ahí que sea fundamental subrayar que se ha llegado al rendimiento buscado dentro de los términos establecidos por reglas de juego igualitarias, de manera “limpia”. Quienes se adjudican a sí mismos este lugar imaginario que unifica capacidad y honestidad, lo hacen jerárquicamente en comparación con unos “otros” que querrían acceder a los mismos lugares materiales y simbólicos sin tener ninguna de estas dos virtudes.

Ante todo, están aterrados de perder esa diferencia jerárquica comprendida, en síntesis, como una superioridad moral. Así se explica por qué, para el núcleo duro de los votantes del macrismo, no hay hechos que puedan refutarla: no importa el cúmulo de resultados producto de la incapacidad y la deshonestidad que se pongan en evidencia, no serán vistos (aunque estén frente a ellos) o serán comprendidos como pequeños errores o desvíos temporarios de una esencia moral que no ha sufrido cambios.

Lo que organiza un horizonte de sentido no es nunca un conjunto de hechos, sino una tendencia bajo la cual leer, seleccionar, ordenar e interpretar esos hechos. Los desvíos, o el tiempo que se dilata para alcanzar los resultados esperados, no pueden por sí mismos poner en crisis el horizonte de sentido para quienes leen su propia vida a través de él.

¿Dónde encuentra sus signos distintivos este horizonte de sentido cuando no puede hallarlos en los resultados esperados? ¿Con qué superficies significantes en la exterioridad hace coincidir esa pureza moral y ese esfuerzo eficientista que solamente puede garantizar la propia conciencia al interior de la subjetividad? Se encuentran en una estética de la pulcritud, se reconocen en un “buen gusto” de las formas, en una blancura de los gestos que son los únicos garantes sensibles de tal horizonte de sentido.

La alianza gobernante ha sabido identificarse exitosamente con quienes pretenden para sí este lugar de superioridad moral que encuentra su síntesis en el voluntarismo individual del “si se quiere, se puede”, una actualización del mandato clásico de la moral trabajadora en tiempos de emprendedurismo.

No hay que leer la contundente derrota electoral que el gobierno sufrió en las PASO, como una derrota de este tipo de moralidad. Al contrario, casi ocho millones de votantes reafirmaron su adhesión a lo que no puede dejar de leerse como una opción moral que se mira en el espejo del republicanismo, la honestidad y el trabajo más allá de cualquier conjunto de hechos que lo desmientan.

Por eso es necesario pensar que la superioridad moral que se asignan a sí mismos, es el síntoma que impide aceptar sus incapacidades y sus deshonestidades, es una forma de proyectar fuera de sí sus lugares oscuros, todo lo que consideran abyecto. Hay un “otro” al que se asigna el conjunto de los disvalores medidos desde este horizonte de sentido: la corrupción, la ineficiencia, la deshonestidad, la indolencia o la ignorancia. A ese “otro” también le cabe una estética opuesta a la que se pretende para sí: la de lo grotesco, lo informe, lo multitudinario y lo oscuro.

¿Qué es lo que esconde esa pretendida superioridad moral? Sobre todo una profunda impotencia para crear nuevos horizontes de sentido a partir de las propias oscuridades. Es falso que elijan la honestidad y el esfuerzo sostenido, más bien se instalan en la ciénaga de la repetición portando esas banderas como única fachada aceptable. Todo el “esfuerzo” está puesto en no explorar la propia abyección.

Es la fragilidad del orden que pretenden sostener lo que signa el miedo al desmoronamiento político de los referentes que comparten esa misma impotencia. Ante este temor, producto de un resquebrajamiento de los pilares que mantienen el horizonte de sentido dentro del que comprenden su vida, no hay datos económicos, políticos o judiciales que valga la pena oponer. En este sentido, la invitación que ha hecho el Presidente a sus votantes antes de las elecciones, para que confirmen su posición política más allá de posibles argumentos es de una coherencia palmaria.

Más importante que desenmascarar falsas informaciones o poner en evidencia datos que muestren que lo único que progresó en estos años fue la pauperización, es construir horizontes de sentido que tengan la fortaleza de poder transformar y revisar sus ficciones encubridoras.

Siguiendo este razonamiento, el desafío para quienes apoyamos la fórmula que encabeza Alberto Fernández en estas elecciones es claro. No se agota, por supuesto, en ganar las elecciones. Y tampoco en restaurar algunos de los daños producidos durante estos años de administración neoliberal: en la caída de salarios y jubilaciones, en la debacle de la producción de conocimiento y cultura, en el deterioro de la salud y la educación o en el avance de diversas formas de represión.

Debemos ser capaces de afrontar lo que no puede ser dicho desde nuestra posición. Lo que nos ocultamos a nosotros mismos cuando nos identificamos con una moral igualitarista que debe realizarse como justicia social. Esto implica no esconder con ficciones autocomplacientes los límites reales que tenemos a la hora de profundizar esa igualdad, como si fueran meramente coyunturales y no estructurales, como si no participáramos a la vez de la reproducción de esos límites.

Para que eso sea posible, lo abyecto tiene que dejar de ser asignado de forma exclusiva y concentrada en los opositores políticos, se lo debe reconocer, elaborar y transformar en las propias prácticas.

*Profesor de Filosofía (UBA – UNSAM). Twitter: @TallerFilosofia