El presidente Mauricio Macri con su llanto al final de la gala del Teatro Colón, abrió una puerta para interpretar la forma en que el gobierno argentino entiende las relaciones internacionales y el lugar que le toca ocupar al país en el concierto de naciones.

Fue el propio presidente quien en la conferencia de prensa posterior explicó el episodio. Más allá de la descarga de tensiones y el orgullo que dice le generó el grito de los artistas, la razón principal que esgrimió para legitimar su emoción fue la de ver la cara de los presidentes de las grandes naciones emocionados a su lado. Parecía decir “nos quieren, finalmente nos quieren”.

Con este gesto resumió en una palabra toda una definición sobre la lógica que sigue su gobierno en materia de política exterior, que por cierto no es nueva y que ya ha mostrado en más de una ocasión histórica sus límites y debilidades. Se trata, según la han definido Roberto Russell y Juan Gabriel Tokatlian, de la lógica de la aquiescencia -la cual a contramano de la lógica de la autonomía- es aquella que acepta conscientemente la condición de subordinación a las grandes potencias y que espera conseguir ventajas materiales y simbólicas por la asimilación de dicha condición.

En este marco, el rol a jugar por el país sería el de mostrar una cara amigable a los grandes poderes y esperar que de esa “buena onda” surjan los beneficios. El problema actual es que, a diferencia de los años ’90 por ejemplo, el mundo está en disputa y la idea del “multilateralismo indefinido” del macrismo que plantea quedar bien con todos sin importunarlos en nada choca con los límites impuestos por los propios conflictos globales, tal como claramente expresó Donald Trump al dejar en ridículo al presidente luego de que su Canciller desmintiera un comunicado oficial del Departamento de Estado sobre la característica depredadora de China.

Con este telón de fondo pueden plantearse 4 elementos nodales para el análisis sobre la recientemente terminada cumbre del G – 20.

El primero de ellos, el éxito del gobierno argentino como anfitrión. Más allá de los problemas menores de protocolo, la cumbre culminó sin incidentes, con un documento consensuado que mejora por mucho el resultado de la Cumbre de la OMC (Organización Mundial de Comercio) y con dos hechos fundamentales para el escenario global. La reapertura de las negociaciones entre EEUU y China y la firma del T-MEC, la nueva denominación del NAFTA, el viejo Tratado de Libre Comercio entre EEUU, México y Canadá. La asistencia perfecta de los presidentes convocados también marca la centralidad que tuvo la fecha en la agenda del año, determinando además numerosas reuniones bilaterales entre los visitantes y el anfitrión que siempre arrojan buenos resultados aunque sea en términos de relaciones personales.

El segundo elemento es la confirmación de la ausencia de un diagnóstico correcto por parte del gobierno sobre el mundo actual y la persistencia en una política exterior que no ha tenido ningún resultado para mostrar en tres años. No por haber sido muchas veces dicho, pierde valor la idea de que el mundo del multilateralismo y libre comercio que sostiene el gobierno no existe más. Si sostener eso en 2016 bajo la administración Obama ya era discutible, su permanencia actual en el planteo oficial roza la tozudez, lo que además se comprueba con un 2017 con un déficit comercial histórico y un 2018 que, sin crisis mediante y desplome de las importaciones por el empobrecimiento de la población, se encaminaba al mismo destino.

Esta actuación confusa llevó a finalizar la cumbre casi sin resultados concretos allí donde dice ser el eje del gobierno: la atracción de inversiones y la apertura de mercados. Sumado al desplante de Donald Trump, ninguno de los objetivos propuestos para esta cumbre se cumplió. El principal de ellos, el acuerdo MERCOSUR–Unión Europea ya había sido nuevamente postergado por el presidente francés, aún antes de que lo recibiera un chaleco amarillo. Y posteriormente, se confirmó la negativa al ingreso de la Argentina a la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), el club de los clubes de los países desarrollados. Quizás queda por marcar cómo logro los limitados convenios con China y el acercamiento a Gran Bretaña y los nuevos vuelos a las Malvinas que, aunque polémicos, era algo esperado por el gobierno. Pero seguramente eso no traerá en lo inmediato muchos dólares a la enflaquecida economía argentina.

En este mismo sentido, no se entiende el desprecio a otras oportunidades que se presentaron. Serán porque no son parte del “mundo” que cuenta, pero no se entiende la ausencia de una política más solida hacía la India e Indonesia, por caso, ambos países con economías fuertemente complementarias y actualmente con un comercio superavitario para la Argentina.

El tercer elemento a resaltar es la ausencia de un posicionamiento regional en el foro. Ciertamente con el presidente mexicano a un día de dejar la presidencia y la negativa de Bolsonaro de viajar junto con Temer, el escenario no se presentaba propicio. Pero dar cuenta del cambio de época en relación al lugar de nuestro continente es un punto a marcar. Pese aún a las desavenencias existentes en el pasado, la búsqueda de una mirada regional era una prioridad para los países latinoamericanos integrantes del grupo. Hoy ni siquiera es planteado como objetivo, yendo cada uno a buscar su lugar en un mar de tiburones.

Y finalmente el cuarto elemento, la calle. La seguridad en una cumbre de estas características es un tema ineludible. Sobre todo vinculado a potenciales hechos del terrorismo internacional del cual ya contamos con lamentables hechos históricos en el país. Pero el eje puesto en la movilización fue injustificado y desmedido. La sociedad y la política argentina tienen bajísimos niveles de conflictividad y violencia callejera. Basta comparar lo sucedido en París en estos días para notar las diferencias con las formas de expresión de otras sociedades, incluso las más desarrolladas. Por ello, sería recomendable evitar por parte del gobierno la construcción de un escenario de conflicto en las movilizaciones populares, con fines de división y consumo interno. Agitar fantasmas pasados no ayuda a la convivencia y provoca más problemas de los que evita.

En definitiva, el gobierno puede concluir este G-20 mostrando su capacidad como anfitrión de una de las citas políticas más importantes del mundo. No es menor. Al final la cumbre no es más que eso, una gran reunión. Pero la persistencia en su mirada sobre el mundo y el rol de la Argentina seguirá arrojando pocos resultados, aún aunque a todos les haya encantado el espectáculo y Macri haya recogido esa emoción con lagrimas en los ojos. Quizás ya sea tarde para que cambie. Una pena porque el mundo no nos esperará.

               

                *Investigador del Centro de Estudios de la Estructura Económica, Facultad de Ciencias Económicas (UBA