El fin de la neutralidad
Disputar en la arena política para llevar adelante ideas que no pueden reducirse a un conjunto de tecnicismos económicos, implica la reivindicación de un campo ideológico que muchos creían perimido
Si hay algo valioso en nuestro presente es que parece que hemos abandonado, en gran medida, la ingenua idea de la neutralidad en el campo de la política. Hasta hace muy poco tiempo se nos decía que habíamos arribado finalmente a una era “posideológica” en la que, sin adversarios a la vista, debía terminar de expandirse la democracia liberal en conjunto con una administración eficiente que permitiera a las fuerzas del mercado continuar desplegando libremente todas sus potencias. Hay quienes entienden que el “fin de la historia” diagnosticado por Francis Fukuyama, en la estela de Kojève y Hegel, constituyó una confirmación teórica de este panorama.
Efectivamente, se afirmaba que habíamos llegado al fin de la historia entendida como un devenir articulado por sucesivas luchas de opuestos y que, por lo tanto, ya no valía la pena plantear avances motorizados en la negación o la rebelión, ni hacer proliferar diferencias sustantivas o disputar en torno a conflictos radicales. Quienes no se avenían a aceptar este nuevo y definitivo orden eran tildados como nostálgicos o ingenuos, en suma, individuos o grupos que no terminaban de aceptar la realidad tal como se había desplegado: un orden mundial reglado por las lógicas del mercado, en el que los conflictos debían mostrarse en última instancia como desajustes menores que irían resolviéndose mediante el despliegue de las artes de la comunicación y la gestión empresarial.
Pero comenzamos afirmando que esta concepción que se presentaba a sí misma como neutral y frente a la cual no hay alternativas plausibles, es ya muy difícil de sostener en el escenario político actual. Aún cuando haya posiciones que intentan mostrarse alejadas de los extremos (por caso, el actual gobierno argentino), dirán de sí mismas que son “equilibradas”, pero de ninguna manera neutrales.
Si miramos el panorama que presentan las nuevas derechas en el escenario mundial, esta “vuelta de las ideologías” es aún más clara. Aunque se trata de un fenómeno heterogéneo, tiene en común una apelación explícita a combatir el supuesto predominio de lo que denominan “marxismo cultural”, así como oponerse a distintos tipos de igualitarismos progresistas, a reivindicaciones de agrupaciones feministas o ecologistas. Se presentan en muchos casos como defensores de posiciones identitarias fuertes (nacionalistas, masculinistas, religiosas), pero principalmente con una defensa ferviente de la expansión capitalista.
Esta última es quizás, la mayor novedad en los términos de lo que estamos planteando. Ya no se trata de dejar que la naturaleza de la libre competencia logre maximizar determinadas variables económicas, sino de una verdadera militancia de la competitividad y la subjetividad empresarial. A diferencia de lo que ocurría con el liberalismo clásico, en el que se demandaba al Estado no intervenir (laissez faire) en el ámbito específico del mercado, el neoliberalismo propone una expansión de la forma mercado y de las lógicas empresarias hacia ámbitos que claramente exceden los estrictamente económicos, haciendo uso también de la intervención estatal.
Ese intervencionismo que pretende multiplicar los escenarios de competitividad y financiarización no puede presentarse más en términos de las “leyes naturales” del mercado. Y si esta máscara de neutralidad se utilizó con relativo éxito durante las últimas décadas del siglo pasado, ahora estamos asistiendo cada vez más claramente a la etapa de un capitalismo sobreideologizado. Este tipo de posturas, que en nuestro entorno podemos ver encarnadas en la figura de Javier Milei, evidencian cada vez más las tensiones entre dos aproximaciones heterogéneas en su defensa de la expansión capitalista. Por un lado, se pretende defender un funcionamiento eficiente de la economía en términos puramente técnicos. A la vez, se profundizan disputas de sentido en las que rápidamente asignan para su posición una “superioridad moral” evidente.
Proponer una forma de vida, un conjunto de valores, una serie de procedimientos y modos de operar sobre sí, de relacionarse con los otros y de interpretar el mundo, no es de ninguna manera neutral. Disputar en la arena política para llevar adelante estas ideas que no pueden reducirse a un conjunto de tecnicismos económicos, implica la reivindicación de un campo ideológico que muchos creían perimido hace poco tiempo.
Un claro signo del cambio de época parece ser el hecho de que, quienes hasta hace poco tiempo miraban con desprecio a quienes se identificaban con símbolos, líderes y consignas políticas, ahora encuentren allí mismo un entusiasmo afectivo impensado.
*Profesor de Filosofía (UBA – UNSAM). Twitter: @TallerFilosofia