Gestionar para gobernar, gobernar para conducir
La pandemia llevó a Alberto Fernández a enfocarse casi exclusivamente en tramitar el día a día, contentarse con intervenir en la realidad sólo por momentos y posponer cualquier intención de impulsar transformaciones políticas
Los objetivos que puede plantearse un determinado proyecto político abarcan tres niveles. Ordenados de mayor a menor según su importancia, estos niveles son: conducir, gobernar y gestionar.
Conducir una nación hacia una etapa superadora implica impulsar grandes reformas, para lo cual se vuelve indispensable concitar el apoyo de una voluntad mayoritaria que alcance a contrapesar las resistencias que esos cambios generarían. Quien pretende conducir sabe que para lograr su objetivo necesitará de escenarios favorables, así como también de grandes virtudes y enormes esfuerzos.
La tarea de gobernar se relaciona con el plano legal-institucional y se expresa en el desarrollo de negociaciones cotidianas y en el seguimiento de los detalles que hacen a las diversas pujas de interés. Quien apunta a gobernar debe valerse de sus saberes y habilidades generales, de su capacidad y, sobre todo, de su experiencia.
La tarea de gestionar busca paliar las adversidades, atenuar los daños y administrar la escasez de recursos buscando la mayor eficacia y eficiencia. Quien procura gestionar necesita contar con información confiable, sistemas burocráticos consistentes y conocimientos técnicos específicos.
Más allá de sus expectativas, las cuales apenas alcanzaron a vislumbrarse en algunos discursos inaugurales, la pandemia llevó a la administración de Alberto Fernández a enfocarse casi exclusivamente en tramitar el día a día, contentarse con intervenir en la realidad sólo por momentos y posponer –o quizás abandonar– cualquier intención de impulsar transformaciones políticas. Ni gobernar ni mucho menos conducir, apenas gestionar.
En tanto aspiración política, la gestión supone una valía menor respecto de la conducción o del gobierno. Pero esto no quita que, en el actual contexto, resulte complejísima. La canciller alemana, Ángela Merkel, definió a la gestión de la crisis del coronavirus como “la tarea del siglo”. Y no es para menos. No por nada los sociólogos interpretan a la pandemia como un “hecho social total”: trastoca las relaciones productivas, conmociona el entramado de los actores sociales, pone a prueba de un modo inédito el funcionamiento de las instituciones y cuestiona el conjunto de valores vigentes. En tanto fenómeno que afecta simultáneamente al mundo entero, la pandemia jaquea a los poderes globalizados y hace que las responsabilidades retornen a las soberanías locales, las cuales no estaban preparadas para hacer frente a tamaña exigencia. Ante estos desafíos, no hay saberes previos ni experiencias de las cuales valerse. Toda intervención del Estado será de algún modo experimental y toda definición de medidas incluirá indefectiblemente un cierto grado de improvisación.
Gestionar, entonces, bien podría entenderse como urgente y prioritario. De allí que tenga sentido que la administración de Fernández haya dirigido casi todos sus esfuerzos hacia ese nivel. Aunque cabe señalar que –a tono con las reacciones espasmódicas de la oposición– también ha destinado bastante energía a las estrategias comunicacionales, el debate mediático y la presencia en las redes. Ahora bien, la zozobra e incertidumbre que la pandemia conlleva no debe hacernos olvidar la importancia de los otros dos niveles. Está claro que no atravesamos un momento que permita soñar con grandes acciones políticas. Pero si la urgencia de la gestión nos hace perder de vista la necesidad imperiosa tanto del gobierno como de la conducción, el día que por fin se alejen de nuestros horizontes las oscuras nubes que trajo el coronavirus, descubriremos que nuestros problemas estructurales se habrán agravado y estaremos viviendo en un país peor.
Los apremios pandémicos no deben acostumbrarnos a las migajas de la inmediatez. Debemos reclamar que, por sobre la dinámica de la gestión y sus manejos comunicacionales, reaparezca el ejercicio efectivo de un gobierno que se sumerja en el barro de la cotidianeidad interviniendo concretamente en dirección de los más desfavorecidos. Y que por entre las junturas de este involucramiento cotidiano puedan vislumbrarse las aspiraciones de una conducción que sea capaz de ir más allá de las urgencias para impulsar las transformaciones de fondo que Argentina necesita. Eso es, en definitiva, lo que hay que demandar a nuestros representantes políticos: gestión como instrumento de gobierno; gobierno como plataforma para la conducción.
*Profesor en Filosofía y Doctor en Ciencias Sociales. Docente universitario. Investigador de Centro de Estudios sobre el Mundo Contemporáneo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF). Twitter: @boti927