Una bella morocha entre rubias allende los mares era una tentación aquella noche en La Ideal motivo por el cual la esperó hasta que ella lo miró y él movió suavemente la cabeza con el esbozo de su mejor sonrisa.

Sonaba Pugliese, Pugliese, Pugliese, tres tangos que completaban la tanda, contados por triplicado por señal de suerte entre tangueros. Sonrió el galán al pensar en la fortuna que implicaría tener en sus brazos al bombón que la esperaba.

Dio por seguro que era extranjera y aunque no la había visto bailar, tampoco dudaba que si estaba allí era porque había aprendido con algún argentino en su país, de esos que solían remitir a sus mejores alumnos de la meca del tango, como solían decir algunos con relación a la mítica Buenos Aires.

Él estaba con unos amigos  y como, todos los jueves, después de comer, cerraban en la tradicional confitería para colaborar con el organizador de la milonga, Marcelo Rojas, a quien habían visto crecer en el arte de combinar los latidos del alma con los tangos que ponía.

Alto, elegante, conservaba una  pinta que los años remarcaban con cierto aire intelectual con sus lentes y barba cuidada, traje negro a medida, camisa gris, corbata al tono con pintas blancas y zapatos de charol con suela especial de buena milonga.

Su placer era bailar con extranjeras porque si cruzaban el océano para ello, él, como argentino y porteño, no podía defraudarlas, más allá de que bien sabía que  había otros que cobraban por la tarea de acompañarlas al baile.

Fue hacia ella que lo esperó con cierto aire de distracción y a quien saludó con un suave hola que ella retribuyó con un ligero pestañeo que iluminó su cara de niña de unos, quizás, cuarenta años estupendamente puestos.

La tomó suavemente, sintiendo en ángulo del abrazo la perfección de la armonía de los cuerpos, dio un paso al costado, marcó la pausa y vislumbró los delicados juegos del pie que sería de apoyo cuando él diera su primer giro invitado por el coro de esos fuelles que siempre lo inspiraban.

Así, como en un círculo invisible, en perfecta relación de cuerpos que se funden en uno de la cintura para arriba,  caminaron en conexión íntima, se sintieron, bailaron en un mundo propio y único, inigualable, intransferible, y disfrutaron en cada pieza de un placer que sólo el tango concede por ser la mejor danza de enlace que creó la humanidad en una tierra que tiene nombre de aire.

Terminó la ceremonia con el último acorde de Recuerdo.

Quedaron quietos, separándose en silencio, con lenta delicadeza, en una emoción contenida.

¿Me podés acompañar a la mesa?, se atrevió ella con un susurro tan cerca de su rostro que estuvo tentado de darle un beso en la mejilla al caer en cuenta que era ciega. La llevó a la mesa, la llevó adonde le dijo que vivía y nunca más la volvió a ver.