Desde hace ya algunas décadas se mira al Estado desde el concepto de “políticas públicas”. Un candidato o dirigente de cualquier partido o extracción suele ser interpelado para que responda desde qué hacer con la comisaría del barrio hasta dar detalles de la política de atención primaria de la salud.

No puede negarse que mirar las cosas desde este ángulo tiene varias ventajas, promueve una respuesta profesional sobre la administración estatal -tema siempre complejo- y exige soluciones y compromisos concretos más que vaguedades.

Ahora bien, más allá de sus bondades, si se hace eje en cada política pública es inevitable que se diluya un poco la perspectiva sobre el todo. O sea, si sólo nos concentramos en tratar de entender cómo se gestiona cada oficina, se corre el riesgo de eclipsar la visión sobre el accionar global del Estado.

No parece casual que los '90 hayan sido el momento en que la idea de “política pública” ingresó al lenguaje cotidiano de los medios. Fue entonces cuando se hizo foco en la calidad de los servicios que brindaba el Estado y en los saberes gerenciales que la posibilitaban, más que en la dirección estratégica del gobierno.

Esta mirada -que desvinculaba el accionar estatal de lo político y lo ideológico- aparecía muy funcional para un escenario en donde oficialismos y oposiciones varias habían abandonado sus históricas banderas para abrazar el programa de ajuste estructural. Era más fácil responder sobre acciones -mejor o peor ejecutadas- que explicar la visión e intereses del ideario neoliberal.

Al alba del siglo XXI, gobiernos de varios países de América Latina desplegaron programas que apostaron a actores productivos y a políticas de inclusión social. En ese entorno, los proyectos y planes pudieron desplegarse con mayor o menor pericia, pero el accionar estatal fue claramente divergente del que se impulsaba durante la etapa anterior.

En esa primera década del nuevo milenio, se buscó -no siempre con éxito- reinstalar la idea de lo estatal, sobrepasando el concepto de política pública. Lo que hace notar esta perspectiva, es que el Estado es mucho más que un oferente de servicios: es el gran ordenador de la vida social.

No se piense que con lo dicho minimizamos la importancia de la gestión pública; no es difícil deducir cuanto suman o restan los aciertos o fracasos de una implementación. Sin embargo, nos parece que hay algunos malentendidos acerca de cuántos saberes deba portar un dirigente. En todo caso, un buen piloto de avión no necesariamente es un experto en el funcionamiento de las turbinas, o del principio a partir del cual trabaja un radar.  Además, sólo se puede catalogar de exitosa a una acción estatal en el marco de un conjunto más amplio que le da sentido: aislada y por sí misma, siempre se tendrá de ella una imagen incompleta.

Y lo más importante: lo político y lo estatal instalan elementos que superan con mucho lo organizacional: es construcción de valores, empoderamiento de actores, pautas bajo las cuales se desarrolla la producción y la asignación del excedente económico, ponderación y legitimación de conductas sociales y grupales.

Todo esto para decir que, en el marco de una campaña electoral polarizada -y ante la inevitable maraña de noticias, comentarios, posiciones, análisis- lo que el votante debe tener claro con respecto al Estado es que hay dos propuestas antagónicas:

  • Una que piensa que el bienestar vendrá de la mano de políticas mercado friendly y del posterior derrame;
  • Otra que lo vincula con una convocatoria a la concertación de sectores productivos como forma de financiar el desarrollo y la inclusión.

No decimos que lo demás no es relevante, pero sí que, muchas veces, opaca la visión de lo que en esta campaña electoral aparece como tema central.

* Administrador Gubernamental, Licenciado en Ciencia Política de la Universidad de Buenos Aires, Máster en Asuntos Públicos, Políticas y Gobierno del Instituto Universitario Ortega y Gasset (España) y Doctor de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires.