La popularidad presidencial y la olla impopular
Notas sobre los apoyos al gobierno libertario y las alternativas a las políticas de ajuste y represión
En la actualidad, en nuestro país, se asiste a una versión peculiar de la fábula de la rana hervida. Cuenta la fábula original que, si se arroja una rana a una olla de agua hirviendo, su instinto de supervivencia la conduce a saltar de inmediato y salir de ella. Mientras que, si se coloca a la rana en una olla de agua fría, calentándola gradualmente, esta se va acostumbrando y cuando llega al punto del hervor, el pobre batracio pierde capacidad de reacción y muere calcinado.
En el caso argentino actual, podríamos hacer una adaptación de la parábola, contando que aquí, ocho meses atrás, se arrojó una rana a una olla con agua que, si bien no estaba hirviendo, era extremadamente caliente, al límite de lo tolerable. Se convenció a esa rana de que se trataba de un sufrimiento inicial (producto de la irresponsabilidad de quienes habían tenido a su cargo esa cocina hasta entonces), pero que el agua iría templándose en el interín, hasta llegar a un punto en el que la olla se transformaría en un placentero jacuzzi. En este momento, la hornalla se moderó levemente y la rana -aún convaleciente de las severas laceraciones iniciales-sigue allí, incinerándose a fuego lento.
En consonancia con el contenido metafórico de esta fábula, en una nota anterior (ver La ilusión óptica de la popularidad de Milei - Diagonales) habíamos procurado dar una explicación plausible a un interrogante frecuente: porqué Milei mantenía niveles de popularidad elevados en las encuestas, pese a los indicadores económicos categóricamente negativos, en un contexto cada vez más acuciante y un clima social crecientemente explosivo.
Por entonces, habíamos señalado que casi la mitad de los votantes de Milei del balotaje, no lo había señalado antes, ergo, eran electores de “mal menor” o de “segunda preferencia”, carentes de identificaciones permanentes y de adhesiones incondicionales. Por ello, muchos especulamos, considerando como marco la curva de expectativas estándar, que la tolerancia social se agotaría al alcanzar el punto de intersección entre la percepción de un fracaso en el plano económico y la percepción de un fracaso en el plano simbólico. Esto es, cuando el relato gubernamental –con eje en la responsabilización en las gestiones fallidas previas- perdiera contundencia y pregnancia frente a la brutalidad del ajuste presente.
En esa misma nota, también mencionamos que las encuestas cumplen una función performativa, generando realidades políticas artificiosas que, a su vez, condicionan las acciones públicas de los agentes con capacidad decisoria. A esto se suma, la irresponsabilidad que implica comenzar a medir preferencias electorales a más de un año de la confección de listas legislativas para los comicios de 2025 (pocos meses después de la finalización de uno de los procesos eleccionarios más prolongados y tediosos de los que se tenga registro). Este despropósito se origina en los inconvenientes propios de un sistema electoral que posee la peculiaridad de celebrar comicios cada dos años y a dos (o tres) rondas eleccionarias obligatorias.
Al respecto, cabe hacer una serie de comentarios: en primer lugar, a mediados de 2022, las encuestas daban como ganador cómodo Horacio Rodríguez Larreta de las elecciones presidenciales de 2023. Tampoco ha sido la primera vez en la historia que esto sucede. Por dar otro ejemplo, en agosto de 2010, nadie imaginaba que, al año siguiente, el oficialismo ganaría en primera vuelta, sacando 30 puntos sobre el opositor más votado. Ni hablar de 2019, cuando en febrero, Lavagna aparecía según los sondeos de opinión como el candidato mejor posicionado para los comicios de ese año.
En el caso actual, tenemos que agregar que, pocos meses atrás, muchos de los politólogos efectuamos un mea culpa corporativo, reconociendo que no habíamos sido capaces de prever el fenómeno que había emergido en 2023 ni el declive de los actores que habían prevalecido en la escena política por décadas. Por lo tanto, luego de haber sentenciado que a partir de este momento debíamos quemar todos nuestros libros y desechar todas nuestras herramientas de análisis, es un acto de necedad inexplicable utilizar el mismo instrumental analítico para configurar escenarios en un contexto mucho más incierto e inestable que todos los precedentes.
Por otro lado, poner el eje en los comicios 2025 implica hacer seguidismo a la agenda impuesta por el gobierno, en un momento en el que este destina importantes esfuerzos en la construcción de un armado electoral, procurando incrementar su capilaridad territorial y trazar alianzas con actores clave en el orden subnacional. Con ello, el oficialismo busca mostrarse fuerte, dando por sentado que dentro de un año encontrará a una masa de electores, dispuestos a plebiscitar la gestión presidencial. Dar sustento y credibilidad a esta intentona, implica además la desnaturalización del sentido originario de las elecciones legislativas de medio término, que deberían constituir el momento para que los votantes favorecieran a sus opciones predilectas (independientemente de sus chances de devenir alternativas de recambio) y no para optar entre dos alternativas excluyentes, reducidas engañosamente al par dicotómico “gobierno-oposición”.
Esta aclaración viene a cuento dado que varias de las mediciones recientes se plantean en esos términos: se pregunta a quién se responsabiliza por la situación económica actual (ofreciendo dos respuestas alternativas cerradas y contrapuestas). Incluso hubo encuestadoras que registraron que la escandalosa denuncia contra Alberto Fernández había incrementado el respaldo al gobierno, horadando el apoyo a “la oposición”, sin tener en cuenta la heterogeneidad existente en el amplio campo opositor.
El relato sobre el origen de la crisis crónica de la Argentina sigue constituyendo un campo de disputa y el oficialismo presenta una narrativa exitosa (sustentada en el par gobierno actual vs gobierno anterior), habiendo logrado -al menos, provisoriamente- disfrazar a las derrotas reales de victorias simbólicas.En este momento, el respaldo gubernamental se basaría en el “éxito” de la política de desaceleración inflacionaria y déficit cero que, no obstante, es la contracara de la recesión, caída de la industria y derrumbe del consumo.
En ese sentido, entre los que aún apoyan al gobierno -además del reducido conjunto de convencidos y de aquellos que lo aceptan a regañadientes, concibiéndolo aún como “mal menor” respecto de la administración precedente- hay electores disconformes, quienes justifican su posición, afirmando que “no hay nada enfrente”, exhibiendo resignación y rendición ante los hechos consumados.
De todos modos, pese al apoyo que exhiben las encuestas (que, no obstante, no dan cuenta de la labilidad y endeblez del mismo), lo cierto es que se trata de un gobierno institucionalmente débil. En ese sentido, la fuerza política oficialista LLA presenta un precario grado de institucionalización, posee un escaso poder de control endógeno y ofrece reducidos incentivos para que sus integrantes permanezcan en un espacio común. A esto se agrega que,contraintuitivamente, Milei y su círculo más cercano, en vez de procurar generar aliados, refuerzan la polarización y excluyen a cualquier actor que -aun sin deberles lealtad alguna- no acata las directivas oficiales. Todo esto se torna aún más problemático en un contexto en el que se pretende conformar un partido político desde el poder.
Además, la proximidad de una elección suele constituir, por sí misma, una fuente de tensiones internas. En este caso, las subgrietas en el oficialismo derivaron en la cuasi explosión de LLA. Por un lado, desde el inicio del gobierno libertario, comenzaron a evidenciarse intensos conflictos entre Milei y Villarruel, que cristalizaron en episodios de diversa índole y magnitud (poniendo de manifiesto que la vicepresidencia no es un pago suficiente para actores con un proyecto político propio). Por otro lado, acaba de producirse un cisma intrabloque, a raíz de la escandalosa visita de diputados libertarios a los genocidas en la cárcel de Ezeiza. A esto se agrega que,en esta semana, luego del voto a favor de la movilidad jubilatoria y del rechazo al DNU de $100 mil millones para la SIDE, tuvo lugar la ruptura de la alianza táctica entre el PRO y LLA, cuyo origen se remonta al espurio pacto entre ambos sectores, luego de las elecciones generales de 2023.
Por entonces, Macri creyó estar haciendo una “toma agresiva” de LLA, a la que caracterizó como una fuerza política fácilmente infiltrable, sin volumen e incapacitada para garantizar el “cambio”. Sin embargo, en pocos meses, la taba se dio vuelta. En la actualidad, en el PRO existe el temor de que el votante propio (o de JxC) haya migrado definitivamente a LLA. No obstante, esto último presupone apresuradamente la constitución de un bloque hegemónico de derecha, a partir del cálculo aritmético que arroja la suma de los votos de Milei más los de Bullrich en 2023.
Paralelamente, esta interpretación da por sentada la pervivencia de un ordenamiento dual del campo político argentino, con un pronunciamiento de la polarización entre dos opciones negativas. Sin embargo, las últimas elecciones demostraron que la grieta (cristalizada en el par dicotómico kirchnerismo-antikirchnerismo, peronismo-antiperonismo, Estado-Mercado, etc.) estaba agotada como categoría explicativa, luego de la emergencia de un escenario fragmentado en tercios.
En ese sentido hay que remarcar que, dada la legislación electoral existente en nuestro país, se había producido un encorsetamiento ficticio en dos grandes frentes heterogéneos que, en la antesala de cada proceso electoral, se reorganizaban en torno al eje gobierno-oposición. Esta situación conllevó que se establecieran criterios ordenadores forzados, cuando, en realidad, las demandas ciudadanas no son lineales ni subsumibles a categorías totalizadoras.
En efecto, la noción antes mencionada de que “no hay nada enfrente”vuelve a instaurar una presunta oposición entre bandos, al tiempo que contiene en su núcleo semántico el propio término “frente”. Esto remite nuevamente a aquella artificial estructura bifronte y a la divisoria gobierno-oposición y fuerza a reducir la complejidad de las preferencias sociales sustantivas en un esquema binario concluso en sí mismo.
Retornando a lo expuesto inicialmente, ni bien Milei asumió el poder, encontró una férrea resistencia en múltiples frentes, a partir de lo cual todo indicaba que su popularidad iría en picada. A partir de allí, muchos sectores apostaron por hacer tiempo hasta que el gobierno cayera “por su propio peso”; mientras que otros, asumieron un rol activo, saliendo a las calles a enfrentar a este proyecto reaccionario.
Sin embargo, en un cuadro de amesetamiento y de control de ciertas variables macroeconómicas, la idea crecientemente consolidada de que Milei cuenta con una gran popularidad ciudadana ha generado dos efectos interconectados: por un lado, se estableció un círculo vicioso (de resignación y desmovilización popular, retroalimentadas por el efecto disuasorio causado por la implementación del protocolo represivo anti-piquetes y la brutal represión, cuyo punto más álgido fue la jornada de la votación de la Ley Bases) y, por otro, se originó una profecía autocumplida (con un presidente popular, un gobierno estabilizado y calma en las calles).
Hay que mencionar que el supuesto apoyo a Milei se nutre básicamente de tres sectores: por un lado, los seguidores férreos, por otro, aquellos que lo conciben como “mal menor” y, finalmente, aquellos queno encuentran “alternativa enfrente”. Estos tres subconjuntos de votantes, muy diferentes desde el punto de vista estructural, aparecen homogeneizados tras los porcentajes ofrecidos por las encuestas de opinión.
Aquí cabe preguntarse: ¿Qué se entiende por “no hay alternativa”? La noción de “alternativa” puede tener distintas acepciones: “alternativa” como encarnación de alternancia política; “alternativa” como plan de gobierno alternativo o “alternativa” como salida colectiva a este modelo de brutal ajuste y de saqueo, construida al calor de la lucha popular. Entonces, tomando la primera acepción, la falta de alternativas, se refiere a la ausencia de opciones plausibles de recambio (tanto internas como externas); según la segunda interpretación, se alude a la creencia en la inevitabilidad del ajuste, entendiendo que quienquiera que hubiera ganado las elecciones lo estaría llevando adelante (una posición cercana al malmenorismo); y la tercera acepción se refiere a la renuencia a apostar por una salida de este gobierno potencialmente traumática. Aquellos que adscriben a esta postura sostienen que la sociedad apoya este proyecto, que hay que respetar la voluntad popular y creen, por lo tanto, que hay que esperar al recambio legislativo para alterar la correlación de fuerzas (confiando en la debilidad ya descripta de la agrupación oficialista, cuando aspire a revalidar credenciales en las urnas). Sin embargo, vemos que moverse al ritmo impuesto por tendencias sesgadas y apoyos populares sobrevalorados refuerza, una vez más, aquella visión artificialmente dual, que solo induce a la parálisis y a la desmovilización.
Lo cierto es que no hay nada más traumático que observar las calles en quietud y una sociedad pasiva e inerte ante la avanzada del ajuste y la represión. Por ello, es importante comprender que existen razones materiales, políticas y morales para construir una alternativa en el presente, dando la pelea en cada espacio de intervención (laboral, estudiantil, sectorial, interbarrial), independientemente de la existencia de figuras políticas concretas que puedan encarnar ese descontento cuando llegue el turno electoral.
En síntesis, querida rana, la situación está que arde y es posible que, para los próximos comicios, el agua de esta olla ya haya alcanzado el punto de ebullición. Y, adaptando el rezo ricotero a la fábula popular: cuando el fuego crezca, querrás estar aquí.