Las cuatro patas del triángulo (de hierro)
El Gobierno se sostiene sobre su capacidad de controlar dos aspectos fundamentales de la vida social y sobre dos crisis de las que aún hoy saca partido. Son éstas últimas las que delimitan el terreno en el que resulta posible enfrentarlo.
El tiempo transcurrido del gobierno del “triángulo de hierro” permite analizar las consecuencias socioeconómicas, culturales e institucionales de las acciones por él llevadas adelante. Pero más urgente resulta desentrañar cuáles son las patas en las que se sostiene esa capacidad de acción, aspecto fundamental si se aspira a limitar el daño que las medidas de gobierno producen, es decir, si se busca no sólo señalar sus consecuencias, sino también evitar su profundización. Si bien son muchos los elementos en juego, especialmente si la mirada se centra en una coyuntura específica (por ejemplo, la aprobación de la ley ómnibus, o la respuesta ante las movilizaciones de jubilados, con el veto incluido), en el plano de conjunto se destacan cuatro patas como las responsables de sostener al triángulo: dos crisis –una de representación, otra de la escena pública; y dos controles: del índice de precios al consumidor (IPC) y de las calles.
Los medios a través de los cuales se obtuvieron esos controles introdujeron consecuencias negativas para el conjunto o, al menos, una relevante parte de la población. En tanto el relativo control de algunos de los precios de la economía, que permite mostrar no tanto una baja de la inflación, como una desaceleración del IPC, logra ese más lento avance merced a que se mantienen casi quietos dos precios fundamentales de la economía, que funcionan así como anclas: el dólar y los ingresos de trabajadores asalariados y jubilados. El medio para obtener esa desaceleración genera consecuencias destructivas, tanto de la producción como de la capacidad de pagar los remedios o un alquiler, pero no por ello dejan de ser un “logro” –un fin que no justifica los medios–, el cual brinda uno de los sostenes de la legitimidad de ejercicio del triángulo, al haber resuelto (o decir que lo ha hecho) uno de los problemas centrales que acechaban a les argentinos. El control de las calles, por su parte, se consigue por medio de la represión violenta, policial y judicial, de las manifestaciones de protesta que se realizan en torno al Congreso y la Casa Rosada, esos escasos metros cuadrados que siguen siendo percibidos como el único lugar que amerita aparecer en televisores y páginas de diario. Medio que apunta a generar terror en los que piensan distinto, para así evitar que expresen su diferencia, a fin de que se pueda transitar por la 9 de Julio.
Estos dos controles sólo pueden realizarse desde el ejercicio del Poder Ejecutivo Nacional, por lo que el triángulo únicamente los pudo implementar ya instalado en el gobierno, a la vez que resulta difícil (no imposible, pero sí difícil) limitar la eficacia de los medios que utiliza para lograrlos. En cambio, las dos crisis son pre-existentes a este gobierno, es más, en buena medida configuran el contexto que permitió la creciente centralidad política del hoy Presidente Milei. En primer lugar, la crisis de representación, que atenta contra uno de los pilares de la sociedad democrática: el lazo que se establece entre los representantes (diputades, senadores, pero también dirigentes sindicales, empresariales, etc.) y les representados, es decir, aquellos a quienes los representantes buscan, justamente, representar o, al menos, “deberían” buscar si quieren, en efecto, ser representantes. La creciente erosión, cuando no ya el quiebre de dicho lazo, genera una pérdida de legitimidad de los representantes, que se traduce en el rechazo a la dirigencia en su conjunto, cuyo punto extremo es el cuestionamiento de su mera existencia, pues no son más que un grupo preocupado únicamente por sus propios intereses (el sueldo que cobran, los cargos que ocupan, etc.), desconectados de los problemas de aquellos a quienes dicen representar (pues saltan de un partido al otro, sin mayor inconveniente). En resumen, son percibidos como un grupo cerrado sobre sí mismo, sólo dispuesto a disputar las (cuestiones) internas, que no representan, ni preocupan y, a veces, ni siquiera son entendidas por quienes deberían ser los representados.
Así, Juntos por el Cambio, una de las dos grandes alianzas electorales que protagonizaban el escenario político hasta meses antes de las elecciones de 2023, ha entrado en estado de descomposición, en un juego del “Don Pirulero” en el que cada cual “atiende su juego”. Por su parte, si ya el gobierno del Frente de Todos fue erosionado por las internas sin fin, la resolución de las principales candidaturas de Unión por la Patria (la otra gran alianza de cara a esas elecciones) fue el giro final de la tapa del frasco en que ha decidido encerrarse ese espacio político, aún hoy interesado principalmente por sus internas. En efecto, el conjunto de decisiones que llevó a “subir” y “bajar” candidaturas, sin que detrás de ello se viese algo más que simples acuerdos políticos o, mejor dicho, acuerdos entre políticos, preocupados por su lugar en una lista, tuvo la rara habilidad de realizarse, a la vez, frente a los representados y a sus espaldas, a la vista de todos, pero sin darles lugar para que sea su voto (en una elección interna) el que establezca el resultado.
Esto último nos conduce a la crisis de la escena pública, del sentido que colectiva, aunque no por ello homogéneamente, le damos a los procesos en los que estamos sumergidos. Cómo los entendemos y nos sentimos en relación a ellos, base sobre la cual actuamos. Esta crisis tiene una de sus manifestaciones en la ausencia de un horizonte de sentido dentro del cual los representantes aparezcan ante los representados, ese horizonte que suele cristalizar en un eslogan de campaña, como el “Somos la vida, somos la paz” de Raúl Alfonsín, o la “revolución productiva” de Carlos Menem. La ausencia de tal eslogan (¿cuál fue el de la campaña de Sergio Massa?, ¿o el de Patricia Bullrich?) es apenas una pieza de una lógica más general: que los representantes tienen poco que decir a les representados. En el mejor de los casos, se realizan planteos conservadores… de los derechos ya existentes, para aquellos que todavía pueden acceder a ellos, pero sin que se plantee –al menos no con fuerza en la escena pública– el desafío de conquistar nuevos derechos para el conjunto de la población.
Esta ausencia de contenido se enlaza con la forma de comunicación hoy predominante. En efecto, en una sociedad del entretenimiento, en la que toda la discusión pública ha de adoptar el formato de un show, que convoque por su carácter “divertido” –antes que por ser “interesante”, o “importante”, etc.–, también la discusión política termina girando en torno a quien más entretenido resulte, quien permita montar un mejor show, aunque éste sea de gritos e insultos. Es en este terreno que el candidato Milei desarrolla su mamarracho política (cliquear aquí), alrededor de la cual orbitó casi todo el entretenimiento de la campaña electoral, tanto el que él producía, como el generado por les comunicadores públicos opositores, que no podían dejar de discutir cada una de sus propuestas, montando un show (de la indignación) en torno a ellas, que es también publicitarlas y regalarles la centralidad de la escena pública. Porque la campaña del candidato Milei sí tuvo propuestas, es más, estuvo atravesada por un conjunto de eslóganes, como la “dolarización” o “cerrar el Banco Central”, con los que se puede estar en desacuerdo (yo lo estoy), sin que ello implique negar su capacidad de captar el centro de y entretener a la escena pública.
No casualmente uno de los eslóganes más potentes de su campaña, el único que aún tiene un papel protagónico en su arsenal mamarrachesco, alude directamente a la otra crisis, a la de representación: “el combate a la casta”. En este punto se encuentran ambas crisis, en las que es imperante concentrar nuestra atención. Porque el control del IPC y de las calles, a través de medios destructivos y autoritarios, en tanto demanda movilizar capacidades estatales, difícilmente puedan ser combatidos desde fuera del Estado, especialmente si el Poder Judicial no muestra ninguna pretensión de limitar la maquinaria represiva del Poder Ejecutivo, al contrario, se aviene a formar un engranaje de ella, al procesar, bajo la acusación de terrorismo, a manifestantes opositores. En cambio, las otras dos patas del triángulo sí pueden ser erosionadas desde una oposición –que no tiene por qué reducirse al ámbito partidario– dispuesta a construir un lazo de representación en cada lugar en que eso sea posible, abriéndose a escuchar demandas y reclamos nuevos –en lugar de cerrarse en la disputa meramente interna–, imaginando derechos nuevos –en vez de la rutinaria reiteración de que el futuro está en el pasado–, para un presente también nuevo –al que no se puede responder con fórmulas meramente conservadoras–. Antes que salir a disputarle, al triángulo de hierro, uno de sus eslóganes, bajo el poco efectivo intento de instalar que “la casta eran en realidad los jubilados” (o las universidades, etc.), resulta necesario producir eslóganes propios. Pero, claro, para eso hay que tener algo para decir, que sea capaz de interesar a les representados.