Las distintas crisis generadas por el Covid-19 han tornado visibles una serie de cuestiones que teníamos “normalizadas”, por lo que las aceptábamos sin mirarlas. Es decir, la “desnormalización” que atravesamos arroja luz sobre procesos que impactan en nuestra vida cotidiana, pero que, en su evidencia, no eran un tema. En particular, se ilumina a lo social, a los lazos que nos anudan unes a otres, tejiéndonos en una particular trama que, como todo tejido, no es la mera suma de sus elementos –de los hilos que la componen–, sino el producto de las específicas relaciones entre tales elementos. Es esta percepción de lo social la que lleva a que une se pregunte, ¿acaso no soy une desconsiderade?

El Covid-19, con su modo de transmisión y su consecuencia pandémica, expresada en los datos de contagios y muertes diariamente reportados, pone en primer plano nuestro estar socialmente enlazados. Sólo serán plenamente efectivas las precauciones sanitarias si son socialmente adoptadas, es decir, individualmente por cada une a la vez que organizados colectivamente. No alcanza con que usted use un barbijo al salir a la calle, si yo no lo uso, porque el cuidado no se produce únicamente a nivel individual o familiar, se encuentra atravesado por lo social. En definitiva, la crisis pandémica casi que nos obliga a tener una mirada que rompe con aquella frase de Margaret Thatcher –que el neoliberalismo elevó a bandera–, según la cual “no hay tal cosa como la sociedad. Hay individuos hombres y mujeres y hay familias”.

Una de las manifestaciones más potentes de esa mediación de lo individual por lo social se encuentra en las consecuencias (sociales) que mis acciones (individuales) tienen, aunque yo no haya buscado ni tenido la intención de producirlas, lo cual no quita que de hecho las haya producido. Nadie se sube a un taxi o al micro, nadie sale a pasear al perro –sin barbijo, como si el perro generase una protección contra el virus–, o abraza a une amigue –usando barbijo, como si ello tornase innecesario el distanciamiento–, o va a una reunión con la intención de contagiar a alguien. Pero, en no pocos casos, sin haberlo buscado y, quizás, sin saberlo, lo hacen. Por supuesto, las distintas acciones no tienen el mismo impacto social. No tiene potencialmente las mismas consecuencias ir a una reunión de 8 personas que a una de 53. Por ello, ese es uno de los criterios a través de los cuales se busca organizar colectivamente las acciones individuales, habilitando una reunión pero no la otra. En un caso el impacto es menor, pero no es nulo, pues esto sólo podría suceder si actuásemos en el vacío, en una suerte de isla de la que somos les uniques habitantes. El reverso de lo anterior es que no hay acción individual que sea neutral, que no tenga consecuencias sociales.

Esta manera de percibir la propia cotidianeidad implica desplazar el foco o, mejor, ampliarlo y complejizarlo para que incluya a mi círculo íntimo y, a la vez, a la sociedad que lo atraviesa. Puede parecer una cuestión “abstracta”, alejada del día a día, pero es, justamente, lo opuesto, una manera de ver que no separa al hilo del tejido, que no lo abstrae de sus relaciones con los demás hilos. Una desnormalización del individualismo entendido como una manera de ver el mundo que pone al yo en el centro –es decir, egocéntrica–, haciendo de les demás une otre, sin poder percibir que para ese otre yo soy une otre, que no estoy en y mucho menos soy el centro. No se trata de ser “tolerantes”, si eso implica aceptar al diferente aunque nos moleste su diferencia, ni consensuar en un justo medio, que sólo incentiva a diluir las diferencias, antes bien, se trata de percibirme como une otre sin dejar de ser yo, que soy une otre para el/la otre, cuya percepción tengo en consideración al percibirme y percibirle. Sobre este telón de fondo, la mirada egocéntrica, que subyace al individualismo neoliberal, se nos revela en toda su desconsideración.

En el contexto pandémico que atravesamos, la expresión más impactante de esa desconsideración está en el ejercicio de una libertad que es vista como una propiedad del individuo, indiferente ante las consecuencias que pueda producir, pues sólo le resultan visibles aquellas que impacten directamente en su propia individualidad y la de su familia. No estoy diciendo que el reunirse con cincuenta y tres personas en un lugar cerrado, o no usar barbijo al pasear al perro no sea un ejercicio de libertad, estoy diciendo que esa es una libertad desconsiderada, producto de un específico modo de ver que ya no tendría que resultarnos “normal”. Pues esa manera de actuar no es neutral, tiene consecuencias sociales –que los reportes diarios de contagios y defunciones expresan–, entre las cuales se cuenta la de generar que uno de los hilos de la trama –une misme u otre– sea menos libre, por haberse contagiado. El individuo puede no verlo, ni quererlo o haberlo buscado, pero lo produce. El desconsiderado ejercicio de la libertad puede tener como consecuencia que la sociedad, concretada por nuestro enlazarnos, sea menos libre.

*Sociólogo, Investigador del CONICET en el IDAES-UNSAM y docente de la UNLP