Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas
Un análisis discursivo de esta guerra a través del tiempo y el momento histórico, la consideración del territorio y el heroísmo
Pasado y presente
¿Cuánto tarda nuestro propio tiempo en entrar en la historia? ¿No se necesitan muchos años o incluso siglos para que comencemos a mirar ciertos sucesos como parte de nuestro pasado imborrable? Quizás haya situaciones que aceleren el proceso, y seguramente la intensidad de las heridas que una comunidad sufre sea uno de los motivos. En ciertas ocasiones no quedan dudas de que algunas marcas todavía demasiado actuales van a transformarse en cicatrices que llevaremos como signos permanentes en nuestro cuerpo. La más actual de esas cicatrices es la Guerra de Malvinas, que comenzó con el desembarco de las tropas argentinas en esas islas el 2 de abril de 1982. Se trata de pensar una historia–presente.
Es fundamental entender el contexto en el que se decidió esta operación militar para recuperar las Malvinas del dominio inglés. El gobierno dictatorial ya llevaba casi seis años en el poder y estaba muy debilitado ante la opinión pública cuando asumió Leopoldo Fortunato Galtieri como Presidente de nuestro país.
La crisis política y económica indicaba claramente que era necesario un regreso de la democracia, que se tornaría inevitable el año siguiente. Las protestas y los reclamos eran cada vez más intensos. Por ese motivo, se suele comprender el desembarco del 2 de abril como una estrategia mediante la que Galtieri intentó conseguir apoyo popular y ganar legitimidad en un presente complicado, seguramente sin suponer que se iba a desencadenar una guerra, como finalmente sucedió.
Toda política es, fundamentalmente, una política de los afectos, y esto también se verifica cuando se piensa en lo que los gobernantes intentan hacer: se apela a las esperanzas de un pueblo, a los miedos de los ciudadanos, a las alegrías de la participación en una causa común. Cuando otras formas de generar consensos y apoyos políticos fallan, el impacto de un fenómeno de gran valor afectivo puede lograr asentar un poder que se desmorona. Y en torno a las Islas Malvinas, había una larga historia de orgullo nacional herido que se aprovechó muy bien. ¿Cómo transformar la vergüenza y la bronca en orgullo? ¿Existe una fórmula para canalizar afectos a favor de un orden político determinado? En este caso se mezclaban la vergüenza y la bronca de los crímenes que la dictadura había cometido sobre su propia población, con la vergüenza y la bronca de tener durante tanto tiempo una porción del territorio considerado como propio en manos de una potencia colonial como Inglaterra. Las causas nacionalistas, en las que se presenta un claro enemigo extranjero al que hay que combatir, suelen ser muy exitosas a la hora de unificar a la población bajo el mando de un líder. Nuestro país estaba inmerso en el final de una dictadura sangrienta, que implicó profundas fracturas y aislamientos forzados en la trama social. La fervorosa unificación producida por la recuperación de las islas seguramente era producto de algo más que lo que ese territorio podía significar.
Territorio y Soberanía
Si nos detenemos a pensarlo, es un poco extraño que un “nosotros”, que una identidad colectiva, esté unida de una manera tan sólida a la idea de un territorio. Y digo a la “idea” porque no sucede que conozcamos o habitemos una totalidad territorial. Si pensamos en la imagen de nuestro país, viene a nuestra mente rápidamente ese dibujo de un triángulo alargado, que se ensancha hacia arriba con una pequeña “trompa” representando a Misiones y con dos pequeños triángulos que están allí abajo, en medio del mar, con la leyenda “Islas Malvinas”. Cuando estudiamos historia y vemos el mapa del Virreinato del Río de la Plata en 1776, coincide muy poco con la forma de Argentina tal como ahora la identificamos. ¿En qué momento una imagen territorial queda definitivamente asociada a lo que reconocemos como propio? ¿Qué es lo que hace que la imagen de un mapa coincida con la noción que tenemos de lo que somos?
Sé muy bien que hay argumentos de todo tipo para que nuestro país reclame a las Malvinas como propias. Pero el afecto involucrado en una comunidad para considerar como absolutamente propio un territorio prácticamente desconocido, no se explica mediante argumentos. No creo poder responder de forma adecuada al por qué de este imaginario afectivo, así como seguramente no podamos nunca explicar por completo lo que lleva a que se instaure un territorio sensible en nuestras vidas. Lo que parece ser claro es que, para muchos argentinos, Malvinas es una causa territorial siempre pendiente, como si algo de lo que somos o creemos ser permaneciera incompleto o ausente mientras no vuelvan a ser parte de lo que una vez fuimos.
Creo que no hay forma de completar plenamente este mapa imaginario para que llegue a ser algo definitivo, sin fisuras; pero Malvinas parece ser no sólo un déficit o un hueco en la imagen que tenemos de nosotros mismos, sino aún peor, un territorio nuestro gobernado por un país extranjero. La amenaza de un poder que no podemos controlar y al que en última instancia no podemos dejar de temer, en nuestra propia casa. Hay algo-otro entre nosotros. Y esto no sucede porque efectivamente se haga presente en nuestras vidas un gobierno extranjero; en todo caso hay una porción de nuestro territorio sobre el que no podemos mandar, que se escapa de nuestra soberanía.
Habrán escuchado que el problema de Malvinas es un problema de “soberanía”. Se trata de una disputa, de una batalla por el control legal y territorial sobre un espacio. ¿Quién manda, quién es soberano, quién es el rey de estas tierras? Ser soberano quiere decir justamente poder hacer coincidir la tierra con la ley, ser capaz de decir: “estas son las reglas de esta casa”. El filósofo francés Michel Foucault llamaba “poder soberano” o “poder jurídico” a la potestad de dejar vivir a los súbditos o hacerlos morir si no obedecían lo que la ley indicaba. Ser soberano es poder sancionar lo que la ley manda, tener el monopolio de la fuerza para castigar a quienes la infringen y, en última instancia, penalizar la ilegalidad con la muerte. Si no hay soberano sin territorio, tampoco lo hay sin súbditos y sin posibilidad de ejercer un mandato sobre ellos, aunque en democracia la cuestión es un poco más compleja, porque el soberano es el pueblo y no hay un rey que mande sobre nosotros: somos soberanos y súbditos a la vez. Y una de las decisiones más importantes que un soberano puede tomar para defender su territorio y a sus súbditos es la de declarar una guerra. Si eso sucede, el soberano tiene el derecho –es decir, puede obligar legítimamente– a enviar a sus súbditos a una guerra en la que quizás mueran, para mantener esa integridad territorial de la que hablábamos.
Heroísmo y deserción
Prestemos atención al nombre elegido para la efeméride que se conmemora hoy: el 2 de abril es el “Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas”. No se trata de pensar directamente en nuestra soberanía o en la recuperación del territorio, sino de rendir homenaje a quienes dieron su vida en la guerra. Si seguimos pensando en términos de soberanía y súbditos, es esperable que se rinda homenaje a esos súbditos, a esos ciudadanos que han sacrificado su propia vida para proteger, sostener o recuperar la soberanía en peligro. Normalmente lo que se espera es que el Estado proteja la vida de sus ciudadanos; sin embargo, en situación de guerra esa normalidad se interrumpe y se les pide a algunos de esos ciudadanos que arriesguen su vida por la Patria.
¿Cómo es posible que estemos dispuestos a sacrificar la propia vida, si es lo más preciado que tenemos? Quizás tengamos que contemplar la posibilidad de que haya algo aún más valioso que conservar la vida. No es cómodo pensar en estos términos, pero seguramente algo del orden de lo heroico indique una forma diferente de valorar. Aún sin poder responder si lo heroico implica una acción libre o la obediencia a un mandato superior, se trata de la capacidad que tenga la vida para negarse a sí misma y llegar así a su máxima afirmación. ¿Puede ser el grado más alto de la vitalidad humana una cercanía de este tipo con la muerte? Parece paradójico, pero justamente porque la vida es lo más valioso que tenemos, poner esa vida a disposición de una causa que la demanda indica que es allí donde esa vida se entrega a su máxima posibilidad.
No quiero con esto indicar que hay que “dar la vida por la Patria”, o que ese acto heroico debe cumplirse dentro de las lógicas de las guerras entre Estados; dudo mucho de que sobre todo allí se juegue lo heroico. Tampoco me interesa tratar de afirmar o de negar que quienes pelearon en la Guerra de Malvinas fueron o no héroes. Seguramente hubo un terreno propicio para actitudes heroicas y cobardes, para traiciones, mezquindades y enormes muestras de generosidad, compañerismo y entrega. La guerra habilita comportamientos y formas de sociabilidad muy distintos a los de los tiempos de paz. Incluso habilita la posibilidad de la deserción, del abandono o de los miedos compartidos.
Quisiera recomendarles, para cerrar, la novela Los pichiciegos, que escribió Fogwill en 1982 mientras finalizaba el enfrentamiento. Allí van a poder leer una versión extraña y un poco perturbadora sobre las posibilidades del heroísmo y de la deserción.
¿Cuál es el lazo que une la intensidad afectiva de un pasado compartido, la pregunta por la posibilidad última del mandato jurídico sobre un territorio y el arrojo que puede ser necesario para realizar actos extraordinarios que pongan en riesgo nuestra propia vida? Quizás la respuesta nos incomode: es la guerra lo que parece anudar estas experiencias con más fuerza. Eso significa que apenas hemos comenzado a pensar sobre este tipo de violencia y sobre la manera en que nuestra vida puede tener vínculos con ella mucho más estrechos de lo que sospechamos.
*Este texto pertenece al libro de Diego Singer Políticas del discurso. Intervenciones filosóficas en la escuela, publicado este año por la editorial Nido de Vacas.
*Profesor de Filosofía (UBA – UNSAM). Twitter: @TallerFilosofia