Parece hoy desacertado e incluso absurdo pero hace no tantos años la clase trabajadora había sido declarada de muerte. La idea de que el trabajo estaba en extinción y que la clase había dejado de tener relevancia como experiencia y principio de organización había logrado cuando no imponerse al menos conquistar adhesión de manera amplia. La agudización de las desigualdades a escala planetaria y la obscena exacerbación del proceso de concentración de la riqueza del que hemos sido testigos en las últimos décadas dieron por tierra con sentencias de defunción enunciadas de manera apresurada que se explican mucho más por posicionamientos ideológicos que procesos socio-económicos.

La denominada crisis financiera global de 2008, iniciada en Estados Unidos y extendida rápidamente hacia Europa, hizo visible condiciones de deterioro y precariedad de conjuntos de la población que se aunaron en la imagen del 99%. Esta mayoría empobrecida volvió a recordarle al mundo entero que la distribución de la riqueza es un problema tan histórico como nodal. Una vez más las agendas del norte difundieron reclamos persistentes y silenciados en otras latitudes, en particular en regiones como América Latina.

¿Pero estamos hablando hoy de la misma clase trabajadora? ¿Es correcto o incluso políticamente productivo seguir usando el término en singular? Si la sentencia de muerte de la clase trabajadora parece una idea apresurada y errada, su fisonomía actual se asemeja mucho más a una multiplicidad heterogénea que a una figura unívoca. La imagen del trabajador fabril, hombre, blanco, se nos hizo opaca. Estalló en un variopinto abanico de formas que afirman los límites de aferrarnos a un ideal que, dejando fuera más de lo que contenía, nunca fue tal.

Este ideal se torna ilusorio si en lugar de asumir la existencia de totalidades homogéneas atendemos a la experiencia de quienes conforman hoy las clases trabajadoras. Incluso quienes componen el núcleo de lo que se considera paradigmáticamente el movimiento obrero organizado, en la práctica cotidiana lidian con el desafío de construir unidad de clase en lo que en realidad es una diversidad incalculable de condiciones de trabajo y empleo, sectores y tipos de actividad. Pero además, como nos enseñó el feminismo pionero y se impone hoy cada vez más desde las iniciativas militantes, estalla cuando se hacen visibles las experiencias de trabajadoras y trabajadores que son mujeres, personas LGTTBIQ, migrantes, afrodescendientes, jóvenes o mayores. Experiencias que son a la vez distintas entre sí, engranajes de los circuitos de acumulación del capital y fundamentales para el sostenimiento de la vida, en su sentido más amplio.

Lejos de esbozarse como limitación, o como problema, esta diversidad anima un renovado dinamismo en las estrategias de numerosas organizaciones, que asumen en la práctica el desafío y la urgencia de ampliar horizontes de organización común. Tomar distancia de una idea restringida de clase trabajadora es hoy un camino fértil para imaginar esas luchas comunes, que permitan (re)conquistar y ampliar derechos universales a la vez que incorporen las diferencias sin desdibujarlas. Repensar las clases trabajadoras en plural abre una puerta para resituar la potencia política de la clase como principio de lucha, de construcción de intereses comunes que trasciendan -acoplándolas- esas diferencias.

* En co-autoría con Sandra Wolanski. CITRA (CONICET-UMET) – FFyL, UBA