En 2018 la Argentina experimentó una severa crisis de balanza de pagos, que se caracterizó por un corte abrupto del financiamiento externo y una marcada dolarización de portafolios, llevando a un salto en el tipo de cambio, una aceleración en la inflación y un ajuste del sector externo que se canalizó a través de una caída en el nivel de actividad, el poder adquisitivo de los perceptores de ingresos fijos (sobre todo en los primeros meses) y el empleo (particularmente durante 2019). La salida de capitales de emergentes que aconteció el año pasado golpeó a la Argentina en toda su magnitud, partiendo de un déficit de cuenta corriente de casi USD32.000 millones en 2017 (que se había duplicado en tan sólo un año), y una pérdida de credibilidad en la independencia del BCRA para continuar asumiendo los costos que imponía el cumplimiento de las metas de inflación. Cuando el mundo se muestra menos dispuesto a prestar, quienes son más dependientes de dicho financiamiento son los que más sufren, como ocurrió a la Argentina y a Turquía el año pasado.

¿Dónde estamos hoy?

La actual crisis tiene un aspecto interesante: se llegó a ella por factores no políticos (fallas de diagnóstico y coordinación en la gestión de la “herencia”, que amplificaron algunos desequilibrios e incrementaron los costos de la corrección en otros), pero la salida depende en gran medida de factores políticos. Parados a hoy, el ajuste de shock redujo a un tercio el déficit de cuenta corriente y derivó en un considerable ajuste fiscal que va a dejar el déficit primario por debajo del 1% del PIB este año. Los precios relativos también están más alineados y se recuperó stock de capital (sector energético e infraestructura). A pesar de ello, el riesgo país se acerca a máximos, y presiona sobre la tasa de interés en pesos, que debe ubicarse en niveles muy elevados para reducir el riesgo de un nuevo evento cambiario (incluso con la ayuda de los dólares de la cosecha y el Tesoro a partir del pasado lunes).

Esto configura una situación de “estabilidad inestable”, donde el alto riesgo país deja a la Argentina afuera del financiamiento en los mercados y fuerza a la demanda de divisas (fundamentalmente importaciones, vinculadas al nivel de actividad) a ajustarse a la oferta disponible. El mecanismo de ajuste en este caso es o bien el tipo de cambio real (escenario cuya probabilidad de ocurrencia la política busca minimizar) o bien una tasa de interés real muy elevada. Un nuevo salto cambiario daría otro golpe al salario real y aceleraría la inercia inflacionaria, en tanto el sostenimiento de la tasa en estos niveles frente a una política de ingresos que comienza a ser expansiva en el margen (paritarias, prestaciones sociales e impulso al crédito) corre el riesgo de generar un “choque” que derive en un aumento en el desempleo.

¿Qué le espera al gobierno que asuma en diciembre?

A favor, y siempre suponiendo que no exista un nuevo episodio cambiario en los meses preelectorales, la próxima gestión va a encontrar una economía con menores desequilibrios fiscal y externo que en 2015 y 2017, con un déficit de cuenta corriente contable explicado en su totalidad por pagos de intereses y giro de utilidades al exterior, una balanza comercial superavitaria y un resultado fiscal primario cercano al equilibrio.

En contra, la administración afrontará una escasez de recursos y fuentes de financiamiento que probablemente harán ineludible la necesidad de recrear consensos y avanzar en las reformas requeridas para lograr un aumento sostenido en la tasa de inversión y las exportaciones, construir una moneda nacional y converger a la sostenibilidad fiscal de largo plazo.

En este sentido, no dispondrá de financiamiento “fácil” por la cuenta financiera (como ocurrió en los primeros años de la Convertibilidad y al comienzo de la gestión actual, en el marco de un nivel de deuda que se ubicaba en mínimos de las últimas 4 décadas), ni de un stock de empresas públicas por privatizar (Convertibilidad), ni de capacidad para aumentar la presión tributaria (como ocurrió tras la crisis de 2001/2002, partiendo de la fuerte licuación inicial y de precios de commodities que acompañaron) ni de financiamiento monetario (también disponible para la última gestión, partiendo de una economía desmonetizada, desindexada y con la memoria nominal estable que había dejado la Convertibilidad).

Asimismo, ya no parece haber margen para atrasar el tipo de cambio desde la política, teniendo en cuenta la restricción de financiamiento externo, ni para partir desde un nivel “muy alto” en el arranque (como en 2003) que permita cerrar fiscalmente con derechos de exportación, teniendo en cuenta la elevada inercia inflacionaria y la caída en la demanda de pesos. Más que ubicar al tipo de cambio real en un nivel competitivo, un nuevo salto cambiario nominal agregaría combustible a la carrera de precios y salarios, acortaría los plazos de renegociación de los contratos y requeriría periódicas (y crecientes) devaluaciones para sostener un nivel de tipo de cambio real.

Sin fuentes de financiamiento disponible para expandir la demanda agregada, el próximo gobierno tendrá por delante el enorme desafío de construir los consensos necesarios para avanzar de una vez por todas en las postergadas reformas requeridas para estabilizar la macroeconomía en forma sostenible y duradera y lograr un crecimiento en la inversión y las exportaciones que permitan dejar atrás décadas de frustraciones y fracasos.

*Economista. Director de Estudio Eco Go. Profesor MFIN en Universidad Di Tella. Twitter: @martinvauthier