En las últimas 72 horas, la cantidad y velocidad de noticias que han circulado en todos los canales —formales e informales— ha sido extraordinaria. Desde la condena e inhabilitación de cargos públicos a Domingo Cavallo y Carlos Menem, pasando por un nuevo procesamiento de Cristina Fernández de Kirchner, otra disparada del dólar que activó a su vez anuncios catastróficos e histeria colectiva de hiperinflación y de corralito; hasta la inminente demolición de Cambiemos, no sólo a manos de los radicales (que amenazan ahora con saltearse incluso su propia Convención) sino [BREAKING] de parte de María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta, quienes huirían hacia las filas del lavagnismo. «Es el fin de Cambiemos, ¡es el fin!», vociferan, desesperados de un lado, eufóricos del otro.  

Con excelente timing, incluso, algunos alfiles mediáticos han salido a pegarle al presidente en los tobillos (caso Federico Andahazi, Liliana Franco) mientras otros, principalmente punteros de Twitter, proponen hashtags de heroica resistencia.

La conferencia de prensa de la Ministra de Desarrollo Social, Carolina Stanley, y el Ministro de Producción y Trabajo, Dante Sica, anunciando los números de pobreza e indigencia, terminaron de rebalsar la agenda. En su característico tono de «a mí también me duele lastimarte, querida», los ministros saltaron sobre la granada para cubrir al Presidente, al tiempo que los noticieros centrales y los periódicos saturaron hasta el hartazgo con placas, números que marean, discusiones y gritos sin fin. De nuevo, las sobreinterpretaciones hicieron lo suyo: que si los ministros estaban nerviosos, irritables, síntomas de que no hay nadie en el timón y vamos derecho al iceberg. Por enésima vez. Pero, de tanto gritar lobo...

Para el círculo rojo de la política, entretanto, circularon aun más rumores: que la reunión de Marcos Peña con los banqueros fue todo menos buena, «prácticamente se le reían en la cara», se escuchó. A esto se suma la reunión de dirigentes kirchneristas con Templeton, el fondo de inversión que rescató al gobierno más de una vez en sus temerarios volantazos financieros.

Todo parece apuntar, en definitiva, al fin de ciclo macrista. Pero, milagrosamente, en voz baja pero firme, el discurso oficialista permanece en obstinada calma: «seguiremos en este rumbo pero más rápido», «pobreza cero es un horizonte, el gobierno confirma y mantiene el rumbo económico».

Y es que en realidad no hay señales concretas que indiquen un pronto estallido social: no hay manifestaciones en las calles, paros sindicales, cacerolas, piquetes, movilizaciones, ni —mucho menos— saqueos, por mencionar algunos de los repertorios disponibles para la expresión de la tensión social. Toda la histeria colectiva parece circular por los medios de comunicación, tanto los centrales como digitales, pero los cuerpos siguen quietos y en el ámbito privado.

Aún si hubiera movilizaciones, espontáneas u organizadas, sería raro que el gobierno modificara su programa. Nunca se dejó conmover por las expresiones colectivas en la calle, no va a comenzar ahora. Ni siquiera la reforma laboral, cuya traba se adjudican los opositores frente al caos que supuso la reforma previsional, fue frenada: simplemente se implementó de hecho, con la licuación de los salarios vía devaluación, la dolarización de tarifas y el recorte quirúrgico de la seguridad social, la desindustrialización galopante y la plaza seca, los comercios ídem. No hizo falta aprobar una ley.

Eliminada entonces la distorsión perceptiva, se puede ver que el gobierno no tiene motivos para preocuparse y sí para envalentonarse, puesto que juega siempre sobre la variable de la temporalidad que, también en este caso, está de su lado: con la pronta entrada de dólares de la liquidación del agro, sumado al próximo giro del FMI, la tormenta enseguida pasará y nos habrá parecido un mal sueño. Shockeados, sacudidos, despojados, desorientados, veremos el cielo límpido y al gobierno sonriente. Nos preguntará con toda inocencia (y nos preguntaremos) si acaso estamos locos, cómo pudimos haber tenido tanto miedo si no había motivo, seguro fue un desafortunado truco de la mente. Un mal flash.  

Sin embargo, en el momento en que el cuerpo social muestre señales de restitución de la calma, será abatido con un nuevo blitzkrieg de incertidumbres provenientes de las más diversas fuentes, derrotando la moral y quebrando la salud de cientos de miles, licuando aun más los salarios, emitiendo más telegramas de despido, cerrando más persianas, quitando alimento de las mesas y remedios de los consultorios. Reinicia así el ciclo del descalabro total, chicana y tormenta de arena: rumores y actos; candidatos y dólar; procesamientos y tarifazos; gestos y titulares; luego la calma nuevamente; en loop hasta las eleccionespues esta es, ni más ni menos, la estrategia electoral de Cambiemos. Intercalar un par shocks seguidos de una falsa calma hasta el momento de la votación, cuando, en contraste con aquellos momentos tan amargos y recientes, se sienta un bienestar comparativo mucho mayor. Esto no significa que el oficialismo vaya a ganar las elecciones, pero es posible que con esta práctica logre conservar buena parte de su base y ganar terreno el tercer tercio.

Esta especie de táctica de tortura colectiva, civil, insidiosa y sanitizada, asedia a la política como target pero tiene de rehén a la ciudadanía, quien pone el dinero, el cuerpo y la energía para sostener al país a flote, la que «tira del carro» y «aguanta sin llorarla», mientras los bancos y la City obtienen ganancias exorbitantes (y las fugan).

Sería necesario entonces invertir el espejo: allí donde proyectamos desesperación y desorientación (en el oficialismo) hay en realidad calma, claridad y determinación. La zozobra es toda del Otro, merced al gaslighting profesional, de manual —del manual de Bannon—, que aplica el gobierno contra sus propios ciudadanos sin que le tiemble el pulso. Sólo una pequeña porción de la población, cómoda y segura, puede condescender en la negación de la pérdida sustancial de nuestra calidad democrática. Ser electo por voto popular es condición necesaria pero no suficiente para constituir un gobierno democrático.

 Entre Manu Ginóbili y el 42% de niños bajo la línea de pobreza, la excepcionalidad argentina que se inserta triunfal en el mundo y la república de élite, ha transcurrido una semana en la que el péndulo fue desviado de su oscilación perenne hacia una serie de giros maniáticos de los que nadie, en última instancia, tiene el control.