Es una tentación entre los analistas dejarse hablar por el nuevo discurso hegemónico, Nuevo Pensamiento Único acerca de la subjetividad del «electorado». El nuevo sentido común presume que aquél votaría no con la razón sino con los sentimientos, que además son pasajeros; que vive en el presente puro, sin anclaje en su historia o comunidad; que elije sus candidatos a la carta y ya no lee las plataformas ni las propuestas. Se habla sobre la pérdida de la nostalgia, de los símbolos, los íconos y los mitos, lo cual indicaría la obsolescencia de las ideologías... un tufillo conocido. 

La realidad es que ya Maquiavelo, Ralph Waldo Emerson y William Shakespeare, por nombrar algunos, dieron cuenta en su momento de la inconstancia del «commonman». Es un concepto viejo como el mundo, la masa como un sujeto-acontecimiento efímero, volátil, inconstante, contradictorio, impulsivo, cuyos afectos son instantáneos, pues consume y no acumula. La masa mariposa. 

Cuando Byung-Chul Han sostiene que las redes sociales son «un medio del afecto», está subrayando la afinidad electiva que existe entre las plataformas digitales contemporáneas y el rasgo más desesperante para gobernantes, sacerdotes y CEOS corporativos por igual; a menos que uno sea populista, desde luego, en cuyo caso se presupone que cuenta con una especie de poder hipnótico total sobre la voluntad de la masa, que, de otro modo, se perpetuaría en ese estado líquido-gaseoso, inasible. 

En realidad, ya quisieran las fuerzas de derecha contar con mitos tan profundos y listos para ser activados en el imaginario colectivo, tan potentes y al alcance de la mano. De hecho, su principal fuerza opositora cuenta con una riqueza simbólica tremenda: sólo hay que ver los denodados esfuerzos discursivos por bastardearla, humillarla, minimizarla, para corroborar lo poderosa que es y el miedo que les provoca. Esperamos que la RAE admita pronto algún término para denominar esta fobia a los populismos, aunque cada cultura ya haya acuñado el propio.  

Las ideas-fuerza de la derecha apelan al futuro únicamente porque sus experiencias del pasado han sido del desastre y del horror, de genocidio, hambre, desempleo, pobreza y guerra. No tienen referentes del pasado que glorificar, ni experiencias culturales que enaltecer: en retrospectiva, ninguna supera el archivo. El American Dream será por siempre un sueño; el capitalismo y la democracia serán siempre «perfectibles, pero lo mejor que hemos logrado como especie». Sus años dorados han tenido como protagonista al Estado de Bienestar, es decir, un capitalismo disfrazado de socialismo, con sindicatos fuertes, protagonismo del movimiento obrero organizado, derechos conquistados e implementados, y una relativa paz mundial. Cuando la derecha se aleja de esta calidez socialista, queda el neoliberalismo y su escalofriante hambruna, exclusión, el NoFuture, damas de hierro y guerras en el Golfo, en Sudamérica, etcétera. Y cuando la derecha se intensifica, se radicaliza, directamente tenemos genocidio, dictadura, aniquilación. (Sí, al igual que la izquierda, esa es otra discusión).

Con este breve racconto pretendemos señalar que ser el partido del orden no equivale a ser de derecha, así como no son excluyentes la mesura y la justicia social. Las demandas de seguridad, anticorrupción, recorte de impuestos o de presupuesto no son lo que define a un proyecto como «de derecha». Lo que aquí llamamos «derecha» son específicamente los proyectos de las élites que tienen por objetivo aumentar la desigualdad, eliminando para las clases inferiores los accesos de ascenso social, concentrando la riqueza en sus manos, así como los dispositivos políticos, culturales y económicos de poder. Por eso mismo, «populismo de derecha» es un sintagma contradictorio: en todo caso, se estaría hablando de demagogia clásica, un estado que otorga dádivas caritativas o peor, préstamos usureros a sus propios ciudadanos endeudándolos con el patrón, como en las épocas de la mita y el  yanaconazgo. Pero el populismo, en cambio, tiene por objetivo defender los intereses delas clases populares, ergo, por definición, es contradictorio con el proyecto de las élites.   

Así, el populismo, y el justicialismo en particular, no tiene pretensiones de una representación directa, no compra ilusiones de una democracia totalizadora donde cada ciudadano presione un botón para decidir directamente sobre cada asunto público, no está interesado en la transparencia per se. Su mayor activo democrático consiste en no perder de vista la conquista de derechos y aumentarlos, perfeccionarlos y superarlos con el tiempo. No pierde el tiempo con instrumentos diseñados en otros tiempos para otras culturas, o bien los adapta a su realidad o los reemplaza por unos de diseño más autóctono. Es eficacia y pragmatismo con un fin, una convicción: cuanto mejor estén los de abajo, mejor estaremos todos. Su programa socioeconómico es el derrame invertido.   

Podemos decir entonces que en estas elecciones de 2019 nos encontramos ante un clivaje fundamental o, quizás, fundacional. Existen dos grandes caminos posibles para diagramar una estrategia opositora ganadora: o bien por el centro, con una propuesta catch-all, que corre el riesgo de atrapar nada, como se vio en 2017 y en alguna medida en 2015, con el candidato oficialista muy cerca del centro; o bien se radicaliza el discurso populista con las armas adecuadas, presentándose al duelo sin máscaras, con seriedad y sin saturarlo, en plenitud de su consciencia histórica. Se trata de una estrategia madura que implica dejar de evadir el quid—o de intentar una vana salida «por arriba»,que en realidad no resuelve el dilema sino que lo posterga—,y afrontarlo como lo que es: el momento de la verdad. Quien sea que represente esta estrategia tendrá la tarea histórica de encarnar la disyuntiva, personificando a la Nación que se interroga a sí misma: ¿es esto lo que quiero para mí?