El virus, la grieta y el líder
En el contexto de pandemia, el contradestinatario dejó de ser interno y corpóreo, y pasó a ser externo y etéreo: el virus. Ahora el “nosotros” refiere a todos los argentinos y las argentinas, por no decir a toda la humanidad
Cuando pase la pandemia es posible que en nuestro país haya que incluir a la polarización política entre las víctimas del coronavirus. La famosa “grieta” probablemente esté herida de muerte. La pandemia resultó una suerte de marco ideal para la consumación del ataque y el agente activo contra la polarización parece ser el liderazgo del presidente Alberto Fernández y su persistente búsqueda de recomponer el centro posicional en la política argentina.
Recapitulemos un poco. El conflicto de la 125 del año 2008, en el inicio del gobierno de Cristina Kirchner, puso fin a lo que suele llamarse “la carrera hacia el centro”, es decir, la tendencia habitual a que la competencia partidaria se dirija hacia posiciones de centro donde se espera que se ubiquen las mayorías. Sin embargo, desde el año 2008 la política argentina tendió a ser centrífuga y los electorados se organizaron de modo antagónico: oficialismo vs oposición, kirchnerismo vs antikirchnerismo. Con el ascenso del macrismo al poder, esta situación no sólo no se modificó, sino que más bien se reforzó. Y recién con el triunfo del Frente de Todos en 2019, un gobierno volvió a intentar, de modo persistente, reconstruir y liderar un sólido centro posicional. Al principio ese territorio pareció frágil, resbaladizo, transitado a los tropiezos y sin suscitar demasiados apoyos propios ni ajenos. Recién con el desafío fallido de la mesa de enlace a raíz de la suba del 3% de las retenciones a los grandes exportadores de soja, el centrismo moderado de Alberto Fernández empezó a mostrar fortalezas.
Pero una semana después de esos eventos, el coronavirus monopolizó la escena política y allí comenzó el principio del fin de la polarización. Los principales diarios del país declararon con tapa única la guerra al coronavirus, gobernantes del oficialismo y la oposición se mezclaron y todas las chicanas y rencillas políticas quedaron momentáneamente de lado. Hubo intentos de antagonizar con el gobierno de parte de ciertos medios, del propio Macri, de Patricia Bullrich y de algún que otro personaje público agitando cacerolas, pero todos quedaron condenados a la marginalidad frente a la fortaleza aglutinadora que generó la amenaza del virus. El slogan “Argentina unida” resultó perfecto para la coyuntura. Todas las encuestas comenzaron a mostrar un abrumador consenso en torno a la cuarentena, a las acciones de gobierno y a la imagen presidencial. En el momento en que el mundo se salió de quicio, en que un virus relegó a un segundo plano la imparable lógica capitalista de acumulación de ganancias, la política argentina recuperó un centro posicional robusto y preeminente desde el cual representar unificadamente a más del 80% de los ciudadanos.
No hace falta ser un liberal institucionalista para ver las dificultades que la permanencia de la polarización antagonista puede provocar en la política. Entre sus consecuencias podemos mencionar a lo que en nuestro país Guillermo O´Donnell llamó empate hegemónico, y que podemos rastrear en el pensamiento político desde Aristóteles en adelante. En efecto, en un contexto de empate permanente, las disputas se exacerban y es difícil para los gobiernos lograr transformaciones perdurables; asimismo, las oposiciones sufren fuertes y reales amenazas a su supervivencia política e incluso persecuciones personales. La política y la economía se vuelven más inestables y tienden a proliferar las crisis crónicas. Una consecuencia muy visible en estos contextos es el debilitamiento de la autoridad presidencial, que pasa a ser cuestionada y atacada por la oposición. La posición centrista de Alberto Fernández, especialmente desde el contexto de pandemia, parece haber recuperado un lugar de autoridad indiscutida tanto para los que lo votaron como para los que no. Es el presidente de todos y todas, la población espera protección de su parte, sin distinción de ideologías. Como símbolo de esto, es notable que todos se refieran a él simplemente como “Alberto”.
Otro de los cambios especialmente interesantes tuvo lugar en la enunciación política. Los tres destinatarios estructurales del discurso político, siguiendo al Eliseo Verón de La palabra adversativa, se transformaron radicalmente. En el contexto de fuerte polarización el prodestinatario (el “nosotros”) se opone antagónicamente y casi de modo especular al contradestinatario (el “ellos”) sin dejar demasiado espacio para intentar la persuasión del paradestinatario (el “ustedes”, o todo el espacio que queda entre nosotros y ellos), que es quien finalmente desempata las disputas.
En el contexto de pandemia, el contradestinatario dejó de ser interno y corpóreo (los planeros, el vago o, del otro lado, la cheta, el gorila, etc.) y pasó a ser externo y etéreo: el virus. Más interesante es la máxima ampliación del prodestinatario al punto de casi fundirse con el paradestinatario; ahora el “nosotros” refiere a todos los argentinos y las argentinas, por no decir a toda la humanidad. Los debates modifican la forma de la moralidad porque ahora todo lo que sea contra el virus pasa a estar del lado del bien y lo que pueda fortalecerlo del lado del mal. En todo caso, las controversias subsisten en torno a la eficacia: la utilidad del barbijo, la posibilidad de permitir tal o cual actividad laboral o de esparcimiento, qué grado de resistencia tendremos al deterioro del aparato productivo, etc. Es tan difícil plantear disidencias al núcleo de creencias básicas de combate al coronavirus y preservación de las vidas, que hasta los discursos opositores al proyecto de impuesto extraordinario a las grandes riquezas debe anclar su postura básicamente en criterios de eficacia. Pareciera que el principio de propiedad privada como sostén básico del capitalismo no alcanza para afirmar el derecho de los multimillonarios a no compartir una pequeña parte de su riqueza con el resto de la sociedad. En la crisis de la 125, la Mesa de Enlace lograba que una parte mayoritaria de la sociedad, sin ningún vínculo con la actividad agropecuaria, apoyara el derecho de los sojeros a no ceder sus ganancias al Estado. Hoy en día esos apoyos hacia las grandes fortunas apenas alcanzan a una de cada cinco personas. Si Alberto Fernández quisiera introducir transformaciones profundas, de las que modifican las bases de la organización de la sociedad y el Estado y que sólo suelen encararse con altos niveles de consenso, éste parece ser un buen momento.
Es la política, stupid!
Este contexto de unificación de la humanidad frente a la amenaza externa ocurre en casi todos los países. Sin embargo, en la Argentina adquirió el matiz particular de que las acciones del gobierno se desarrollan con una aceptación casi unánime. Probablemente, ello se explica en parte por la ubicuidad de la apuesta centrista de Alberto Fernández y en parte por el agotamiento de muchos con la dinámica de la grieta política. En cualquier caso, para finalizar estas notas, es más importante caracterizar el nuevo fenómeno que discutir sus causas. En nuestro país el nosotros que se formó con la pandemia no es abstracto e impersonal. Y se da con el clásico mecanismo detallado por Freud en psicología de las masas: la identificación con el líder permite a quienes conforman la masa identificarse entre sí y adquirir entonces la forma y el comportamiento de sujeto colectivo. El miedo a la amenaza contra la vida que significa este virus, el miedo al terror y al caos colectivo que puede provocar el sálvese quien pueda en este contexto, es mitigado a través de la confianza en la conducción política como protección en el camino a través de la penumbra. Es allí donde Alberto Fernández emerge como líder capaz de impartir legítimamente un orden y cuidarnos de la amenaza. Y surge así un rasgo seguramente impensado en él: su carisma, en el sentido clásico de quien encarna una capacidad extraordinaria, mágica e irremplazable, que lo hace garante de un anhelo colectivo. Aunque parezca sorprendente, hoy Alberto Fernández es el garante de la promesa implícita de salir con vida de esta situación.
Cuando el peligro invade y el miedo empieza a apoderarse de toda la ciudadanía, la denostada política, como organización de la vida en comunidad, es el último bastión que nos protege contra todos los males de este mundo.
*Politólogo y analista de opinión pública