Transcurre el año 2028 y el peronismo vuelve a estar en el poder. El experimento libertario de Javier Milei se fue desmoronando poco a poco por su propio dogmatismo e impericia para gobernar construyendo acuerdos, perdió las elecciones de medio término y todo se le hizo más cuesta arriba. La sociedad aguantó pero castigó en las urnas el incumplimiento de tantas promesas grandilocuentes, que volvieron a dormir a los libros de la escuela austríaca.

El nombre del nuevo presidente no es tan importante como sí lo es el hecho de que ganó con un discurso incendiario y belicoso contra los libertarios. Los acusó de todos los males del país, de sumir a la sociedad en una pobreza inédita, destruir el aparato productivo, incrementar la deuda y romper las estructuras sociales que quedaban en pie tras años y años de crisis ininterrumpidas. El péndulo osciló una vez más, y el pueblo volvió a creer o a estar demasiado enojado para terminar votando en contra.

Un sujeto inexistente, que a efectos narrativos llamaremos Manuel pero que podría tener cualquier otro nombre, vive esos días con profunda frustración. La ilusión que unos años antes le despertara la irrupción y el triunfo de Javier Milei se pulverizó al ritmo de un gobierno que se encerró en sí mismo, no supo leer las demandas de una sociedad y, carente de resultados materiales concretos que ofrecer, sólo alimentó la división social como método para sostenerse en el poder. Al final, todo muy parecido a la casta.

Pero a Manuel esa frustración no le cambió el pensamiento. Las carencias materiales y los años y años de discurso hegemónico responsabilizando al peronismo por la decadencia del país, sedimentaron en su entendimiento cual capaz geológicas que una sola experiencia fallida de los suyos no iba a lograr trastocar. A pesar de la frustración, Manuel seguía siendo profundamente gorila.

Un día, como tantas otras veces y como tantas otras personas, se trenzó con un peroncho que ni siquiera conocía a través de alguna red social. Le molestó que el nuevo encumbrado, a quien él veía como parte del problema, hablara con soberbia sobre como la nueva etapa del peronismo exterminaría a los gorilas conduciendo finalmente al país a su destino de grandeza, señalado por máxima justicia social y la igualdad alcanzadas combatiendo al capital. Manuel sólo veía ceguera y violencia en las palabras de su interlocutor coyuntural y, cargado de toda la angustia de un momento muy duro del país, lanzó algún improperio como que la solución del país sería matarlo a él, al nuevo presidente y a todos los peronchos. Nada que no se hubiera dicho ya hasta el hartazgo y durante décadas en el irrespirable mundo de las redes sociales.

El problema empezó unas semanas después, cuando la Policía Federal lo detuvo una madrugada en su casa de la Ciudad de Buenos Aires. La fuerza estaba entonces a cargo de algún orco mayor, del cual tampoco interesa el nombre, pero que se relamió ante la oportunidad del show y la venganza cuando le avisaron que un compañero peronista había efectuado una denuncia por amenazas al presidente en las redes sociales. El orco ministro recurrió a otro orco mayor, de esos que “administran” justicia y tienen cargos vitalicios, que lo autorizó a meter preso a Manuel por considerar que su discusión en las redes constituían una “intimidación pública”.

La policía se metió en las redes de nuestro personaje libertario y constató sus graves sospechas. Manuel hablaba con otros libertarios que tenían “pensamientos ideológicos muy apegados a la propaganda política anarco capitalista”, una ideología que ya había demostrado cuánto daño podía hacer al país si se expandía. Esos intercambios fueron interpretados como “vínculos con grupos anti peronistas que podrían llegar a realizar acciones que atenten contra el orden público”. Manuel cayó preso por gorila.

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El diccionario de la RAE define una distopía como una representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causante de la alienación humana. Es lo opuesto a una utopía, una sociedad imaginaria pero injusta, caótica y en la que nadie quisiera vivir. Pero la realidad suele superar por mucho a la ficción, y hoy la realidad Argentina parece un guión de la serie Black Mirror. ¿Cuán lejos estamos del cuento de Manuel?

La respuesta es que poco y nada. La detención en la madrugada de este miércoles de un joven de 29 años por supuestas amenazas de muerte contra Javier Milei en conversaciones de redes sociales desbloqueó un nuevo nivel de autoritarismo extremadamente riesgoso por parte del Gobierno. En parte, porque aquello por lo que se lo acusa podría caberle a medio país. ¿Cuántas agresiones verbales y amenazas de todo tipo circulan todos los días en el universo libertario y anti peronista contra CFK u otras figuras del kirchnerismo y el peronismo?

Pero, por otro lado, lo alarmante del caso es la propaganda que el propio Gobierno hizo de él y el marco interpretativo con el que el Ministerio de Seguridad justificó su accionar. “A partir de las investigaciones se pudo determinar que el agresor residía en el barrio porteño de Chacarita y, mediante el relevamiento de sus redes sociales, se determinó que demostraba tener un pensamiento ideológico muy apegado a la propaganda política de la ex Unión Soviética. Además contaba con vínculos con grupos comunistas que podrían llegar a realizar acciones que atenten contra el orden público” versa el comunicado oficial colgado en la página del Ministerio, donde las posiciones ideológicas de un acusado de haber deseado la muerte a Milei en las redes son presentadas como un argumento para su encarcelamiento.

La preocupante doble vara y falta de institucionalidad en el país se resume, también, en el hecho de que fuera el juez Julián Ercolini quien ordenara el allanamiento contra el acusado. El mismo magistrado que subrogó la causa por el intento de asesinato a CFK, a quien sí le gatillaron efectivamente una pistola en la cabeza, algo que la ministra Bullrich y el presidente Milei jamás condenaron.

Este intolerable procedimiento de una verdadera “policía del pensamiento”, tal como le gustaba llamar a Milei al INADI, sucede en un preocupante contexto de constante demonización y violencia simbólica contra todo el que piensa distinto al Gobierno, que automáticamente se convierte en un “zurdo de mierda”. Las agresiones bajan desde las más altas esferas institucionales y no hay límites sobre donde pronunciarlas: vale hacerlo hasta en una escuela primaria enfrente de cientos de niños y jóvenes.

¿Hasta dónde puede llegar este grado de violencia, que con este nuevo hecho comienza a pasar de lo simbólico a lo fáctico? ¿Cuánto falta para que se vuelva aceptable pasar de insultar a los “zurdos” o a los “kukas” a directamente encarcelarlos o agredirlos físicamente? ¿Y si todo fuera al revés en cuatro años? ¿Cuántos de los que hoy festejan estos verdaderos atropellos a la libertad podrían ser nuestro amigo Manuel, perejil que cayó preso por gorila?

La sociedad argentina camina al filo de una peligrosa deriva de violencia. Años de crisis y frustraciones acumuladas son un lago de nafta sobre el que convendría dejar de arrojar chispas. La responsabilidad recae, ante todo, en las autoridades políticas del país con el presidente a la cabeza. Lamentablemente, parece una decisión tomada por los paladines de la libertad acelerar a toda máquina en el sentido completamente inverso.