Representar a través de la negación del pluralismo
El desafío es cambiar el modo de percibir al juego político, saliendo de la trampa que plantea la oposición entre luz y oscuridad
La democracia en la Argentina se ha enfrentado a diversas amenazas a lo largo de su historia. Sin dudas, la principal provino de las Fuerzas Armadas y sus aliados civiles, que en más de una oportunidad la derribaron sangrientamente. Externos a toda construcción democrática, aunque no a la vida política argentina, estos actores no dejaron de atentar contra ella, al menos, hasta 1987. Por esas fechas –quizás iniciándose con el modo como se resolvió ese alzamiento– comienza un progresivo pero aún así rápido desgaste de uno de los pilares fundamentales del edificio democrático: el lazo político representativo. Su deterioro se plasmó en el “voto bronca”, de las elecciones legislativas de 2001, y amenazó con hacer caer a la democracia, hacia fines de ese mismo año.
Hoy está generándose otra amenaza, la de una implosión de dicho edificio, al atentarse contra otro de sus pilares: el pluralismo. Implosión porque se realiza desde su mismo interior, por parte de actores que, al menos hasta ahora, han dependido del lazo político representativo, plasmado en elecciones, para acceder a sus posiciones. Por supuesto, éste no es el único, ni siquiera el más importante problema al que se enfrenta la democracia, en una Argentina de creciente concentración económica, profunda desigualdad, un intoxicante centralismo, todo ello, encima, en un contexto de pandemia. Pero sí es un problema que se puede cortar de raíz y al cual no cabe subestimar, a la luz de los acontecimientos en EE.UU. y en Brasil. Tampoco es, al menos no hoy, una amenaza equiparable a las otras dos mencionadas, por el contrario, su puesta en relación busca resaltar, por contraste, la singularidad de esta última.
Se trata de representantes políticos que buscan construir su representación (por ahora, electoral) en base al rechazo de todo lugar para otros representantes y, consecuentemente, para sus representados. Tal la estrategia política que, crecientemente, se ha dado –o ha encontrado– Juntos por el Cambio (JxC). Ella implica desconocer el juego de partidos, pues éste es, casi por definición, el que tiene lugar entre elementos de un todo que se ha “partido”. Son principalmente dos las vías por las que JxC se presenta como ocupando el lugar del todo: por un lado, al postularse como la (única) oposición, lo cual implica negarle representatividad a otros partidos no oficialistas, ni aliados, que sin dudas pueden ser minoritarios –como durante gran parte de su historia lo fue la Coalición Cívica– o estar asentados en apenas una provincia –como aconteció con el Pro–. Así, el juego de partidos se torna en enfrentamiento entre tan sólo dos partes. Es aquí que, por el otro lado, JxC se presenta como el agente de todo lo bueno, de la luz, frente a la oscuridad que le impide brillar a la Argentina.
Ambas vías procuran construir (la propia) representación negando representación (de les otres), pero es la segunda la que amenaza con hacer implosionar al edificio democrático. Una vía que apunta a realizar una política purificada, es decir, sin mancha alguna que corrompa su pureza. Esto no es nuevo en la discusión pública argentina, pues, por ejemplo, subyace a la pretensión de que sean los especialistas quienes fijen el rumbo, gracias a una racionalidad técnica libre de toda “mancha” ideológica.[*] Lo nuevo, para la democracia iniciada en 1983, es que uno de los principales partidos procure instaurar la percepción de que la fuente de las impurezas es (el) otro partido y, por extensión, aquellos que se identifican con él. Es esta parte la que impediría la reconciliada unidad de los argentinos, el encuentro sin oscuridad, ni opacidad, de una sociedad que se volvería transparente como una ventana sin manchas. En pos de esa unidad se justifican las más violentas y divisorias actitudes hacia otre que ya no es tal, pues ahora es un obstáculo a ser erradicado.
Frente a esto, la pregunta no es tanto si estos representantes pueden llegar a ser diputados o, incluso, gobierno, sino si esa representación sería aún democrática. Un segundo interrogante es qué hacer frente a ello. Claramente, no se trata de responder en espejo, planteando que elles son la verdadera mancha. Porque con eso les corruptes serán otres, pero la orientación seguirá siendo antidemocrática. Tampoco cabe asumir que un buen argumento alcanza para convencerles de que estamos o no en cuarentena. Pues sería ingenuo considerar que, mientras esa política “purificada” de pluralismo sea efectiva para producir y fortalecer un lazo representativo, dejará de haber un incentivo para encarnarla en la esfera pública. El desafío es, entonces, restarle efectividad, trabajar para que ya no represente, lo cual no implica el acuerdo y la ausencia de conflictos, que no es más que otra manera de “purificar” de su pluralismo a la política. Antes bien, requiere cambiar el modo de percibir al juego político, saliendo de la trampa que plantea la oposición entre luz y oscuridad, de la simplificación que implica verlo como el enfrentamiento entre les buenes y les males. Percibir al juego político un poco como a esas competencias deportivas, en las cuales no sólo se hincha por una de las parcialidades, con la que une se identifica, pues dicha identidad no es lo único que importa, no al punto de cegarse ante la competencia y lo que en ella está en juego.
*Sociólogo, Investigador del CONICET en el IDAES-UNSAM y docente de la UNLP
[1] Véase https://doi.org/10.5944/empiria.39.2018.20881