Cualquiera
Una paradoja central de toda democracia presidencialista es que la más alta magistratura del país puede ser ocupada por un ciudadano o ciudadana sin ninguna experiencia política
Carlos Saúl Menem le explicaba alguna vez a su dilecto ministro de economía, Domingo Cavallo, una vieja verdad de la política criolla: “Mingo, la política es un oficio duro; porque acá ganar, gana cualquiera, el problema es aprender a perder”.
La frase viene a cuento porque nos recuerda una paradoja democrática central de un sistema presidencialista como el nuestro: la más alta magistratura del país puede ser ocupada por cualquier argentino o argentina mayor de treinta años, que haya sido al menos seis años ciudadano de la Nación, y que disfrute de una renta anual de “dos mil pesos fuertes” o de una entrada equivalente.
Es cierto que la misma Constitución Nacional nos habla -en un artículo de conmovedora sabiduría-, que en la Nación Argentina todos sus habitantes “son iguales ante la ley, y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad”. Pero ya sabemos que por estos andurriales, la igualdad y la idoneidad hace mucho que andan de capa caída.
La paradoja se hace más notoria porque para cubrir cualquier otro puesto público (o privado) de relevancia se requiere la posesión de un saber específico, la acreditación de una experiencia consistente o el reconocimiento de una capacidad probada en el manejo de los asuntos a gestionar. Así, por ejemplo, nadie imagina llegar al rectorado de una universidad, a la jefatura de sala de un hospital o a la comandancia de un barco, sin conocimientos fehacientes sobre enseñanza, medicina o navegación. De este modo, se supone que alguien accede a puestos de mayor responsabilidad a través del cumplimiento de una carrera, de un cursus honorum (como bien nos enseñaron los romanos, que algo entendían de administración), donde además de adquirir la comprensión directa sobre asuntos complejos también se pone a prueba la estabilidad emocional de la persona, se elabora el sentido del buen juicio y se forja la templanza para tomar decisiones en situaciones difíciles.
Por supuesto, esta singularidad de la elección presidencial no constituye un cable de último momento del pensamiento político occidental. De hecho, las sociedades mejor organizadas y las democracias más consolidadas (no estoy pensando en Suecia o en Inglaterra, sino en Chile o en Uruguay…), hace rato que han inventado una serie de mecanismos para prevenir los eventuales resultados negativos de esa paradoja, a la vez de salvaguardar el principio democrático de respetar a rajatablas la voluntad ciudadana. No voy a ser exhaustivo, pero al menos vale recordar algunos de esos dispositivos de prevención de desastres.
En principio, es importante disponer de sólidas, eficientes y transparentes estructuras estatales, gestionadas con profesionalismo y orientadas al servicio público; otra condición no menor es contar con partidos políticos con programas coherentes y detallados de gobierno, fuertemente organizados, con amplia base territorial, y con una dotación suficiente de cuadros para ocupar las funciones políticas clave; a esto hay que sumar un equilibrado balance entre poderes republicanos, con autonomía relativa y potestad de ejercer controles cruzados; no menos importante es la incidencia positiva que brinda la densidad y la calidad de la deliberación en el espacio público, a efectos de consensuar coordenadas maestras de orientación política; y por último, es esperable contar con vínculos regulares y previsibles entre los procesos de producción de conocimiento especializado y la toma de decisiones, de modo de elaborar políticas públicas fundadas en evidencia.
Una característica fundamental que tienen estos diferentes factores es que son resultado de una paciente acumulación histórica: son el fruto de un trabajo sistemático, paulatino y responsablede construcción institucional. Uno puede destruir una institución de un día para otro, pero no puede crearla en un instante.
La mala noticia de la noche es que en todos esos rubros hace rato que andamos flojos de papeles. Y aunque no estaría nada mal empezar a ocuparnos seriamente de ellos a la brevedad posible, ya es un poco tarde para lamentarse. Sobre todo en estas horas en las que ha llegado a la presidencia de la Nación –por primera vez en estos cuarenta años de democracia- un cualquiera; un verborrágico, peligroso e imprevisible cualquiera.