No siempre se puede elegir el contendiente intelectual, en el caso que haya uno. Sin duda es sumamente desafiante la sofisticación teórica de la Nouvelle Droite francesa (que, en rigor, ya lleva más de 55 años de elaboraciones conceptuales) y su problematización de la metapolítica entendida como el cimiento de entramados simbólicos de la política. O las sutilezas del pensamiento conservador de Michael Oakeshott y su escepticismo frente al racionalismo calculador. En la Argentina de hoy, en cambio, los ‘intelectuales orgánicos’ de la derecha son expertos en copy-paste, al frente de think tanks más cercanos a la farándula que a la academia –¿habrá que reconocerles al menos la inquietud por el trabajo de divulgación?-; y los mecanismos de circulación de ideas son trolls poco afectos a argumentar y mucho más inclinados a dar rienda suelta a inclinaciones pulsionales.

No obstante hay que admitir que el partido gobernante y su líder han sabido hacerse eco de la propuesta que hacia mediados del siglo XX lanzara Friedrich Hayek: la necesidad de una “utopía liberal, un programa que no parezca ni una mera defensa de las cosas como son, ni una especie diluida de socialismo, sino un verdadero radicalismo liberal que no perdone a las susceptibilidades de los poderosos (incluidos los sindicatos), que no sea muy severamente práctica, y que no se limite a lo que aparece hoy en día como políticamente posible.” (“Los intelectuales y el socialismo”, 1949). En un escenario en el que la democracia aparece como un esqueleto institucional que rutiniza el formalismo de las prácticas electorales, y la maquinaria semiótica imputa el descontento y la frustración de la sociedad al fracaso del sistema democrático, y no a las tensiones del capitalismo, Javier Milei logró proyectar una imagen de futuro en la que el mercado tiene las respuestas a todos los problemas sociales.

Frente a alternativas que no ofrecían claridad respecto del horizonte hacia el que nos invitaban a caminar y que parecían sostenerse sólo en la polarización, Milei apostó fuerte a la demonización del Estado y de todos los que participan de manera directa o indirecta en la lógica estatal, y nos dijo que el futuro será anarco-capitalista o no será nada. Pero más interesante aun es que ese proyecto es viable porque se construye con insumos disponibles, sin necesidad de transformaciones radicales: alcanza con la desigualdad en la distribución de riqueza y el poder de los poderosos, dos variables al alcance de la mano.

Ya a comienzos del siglo XXI, Colin Crouch nos advertía que estábamos ingresando a la era de la posdemocracia: un período de la historia política de Occidente en el que las elecciones pueden cambiar gobiernos, pero la política deviene “un espectáculo que está estrechamente controlado y gestionado por equipos de profesionales expertos en técnicas de persuasión, y que se centra solamente en una estrecha gama de cuestiones escogidas por estos equipos”. En este marco, la ciudadanía “desempeña un papel pasivo, inactivo, e incluso apático, y responde únicamente a las señales que se le lanzan”, y las decisiones que afectan al colectivo social se toman “entre bambalinas, mediante la interacción entre los gobiernos elegidos y unas élites que, de forma abrumadora, representan los intereses de las empresas” (C. Crouch, Posdemocracia, 2004).

Veinte años después, la situación es aún más dramática. El ‘cosmocapitalismo’, según la definición de Pierre Dardot y Claude Laval, expande a escala planetaria una lógica de acumulación en la que la valorización financiera somete no solo las relaciones económicas, sino también las instituciones, los tiempos de la vida y la subjetividad. Se agotó la alianza entre capitalismo y democracia representativa porque ya no estamos frente a un capitalismo de libre competencia, y la violencia en todas sus formas es el regulador sistémico de la dinámica  global. Hoy más que nunca la guerra se vuelve la matriz de inteligibilidad de la política: guerras entre países, y guerra de los gobiernos contra la propia sociedad –cuando se plantea la aniquilación de un modelo societal al que se imputa el fracaso colectivo- o contra una parte de la sociedad –a la que se responsabiliza por sostener ese modelo.

Imaginemos, entonces, cómo será el futuro si los empresarios –los ‘héroes’ del capitalismo- acumulan más poder del que ya tienen, concentran más riqueza y definen las líneas de política económica y social, especialmente teniendo en cuenta la afirmación de Hayek: “es concebible que un gobierno autoritario actúe sobre la base de principios liberales” (Los fundamentos de la libertad, 1960). ¿Cómo se preservará la vida en el planeta si el único límite a la explotación de recursos es la obtención de ganancia? ¿Cómo se configurarán los imaginarios sobre las formas del estar en común, en un escenario en el que las redes y los medios de comunicación, que son en definitiva empresas globales que trafican sentido, ordenan los procesos de la significación? ¿Cómo funcionará un sistema político en el que la participación en la toma de decisiones esté desembozadamente articulada a la capacidad de presión de las grandes corporaciones económicas? ¿Cómo se gestionarán las condiciones de reproducción de las mayorías, que solo cuentan con su propio trabajo para sobrevivir, en un mundo en el que el trabajo tal como lo conocemos está en vías de extinción? Y fundamentalmente, ¿alguien puede creer que se ampliarán los márgenes de libertad para esas mayorías que no concentran riqueza, y que viven en situación de asimetría estructural frente al poder económico?

La tarea de imaginar alternativas a esa ‘utopía liberal’ es sin dudas muy ardua, y las balbuceantes respuestas que los partidos tradicionales han dado a las desigualdades sociales y las vulnerabilidades crecientes son definitivamente inconducentes. Lo que resulta claro es que las paradojas del presente no se resuelven gestionando la posdemocracia, que hasta ahora ha sido la etiqueta principal del menú de opciones de la política. Como señala Crouch, la posdemocracia no se gestiona, se desafía con propuestas de una democracia más radical. Y aunque en esta disputa seguramente habrá visiones encontradas, el umbral del consenso se construye sobre dos pilares esenciales: un debate transversal e irrestricto y una irrenunciable osadía para pensar otros futuros posibles.