El gobierno libertario y la mancha venenosa de los feminismos
Pareciera que nadie quiere del todo reivindicar, a riesgo de quedar pegado y desacreditado en el mismo momento de su enunciación
En la Argentina, más de la mitad del padrón electoral son mujeres. Mujeres es el sector más esquivo al apoyo electoral masivo que llevó a la presidencia a Javier Milei, un año atrás, y el que vio desmanteladas casi todas las políticas progresistas, que se habían acumulado por más de una década y que pusieron al país a liderar la agenda de la región. El gobierno libertario tomó como eje de la “batalla cultural” a lo que llama -importando el término- un imaginario woke, que niega que haya desigualdades estructurales entre varones y mujeres y desmiente lo que denuncia como “ideología de género”, es decir, que haya otra cosa que biología. El desmantelamiento del Estado en este campo es brutal y se suceden ataques muy focalizados y diarios, no solo por parte del presidente a artistas conocidas, sino sobre todo a la Educación Sexual Integral en las escuelas, lo que lleva a la autocensura de docentes por miedo frente a la posible denuncia de una familia. Cualquiera pensaría que las mujeres son un río en el cual pescar políticamente. Sin embargo, a pesar de esta ecuación, es improbable que la oposición tome el reclamo feminista como eje de una campaña política venidera.
A un año, pareciera que los reclamos feministas fueran una mancha venenosa, que nadie quiere del todo reivindicar, a riesgo de quedar pegado y desacreditado en el mismo momento de su enunciación. Como si este tipo de reclamos fuera una de esas cosas que no se tolera escuchar más, sin que quien hable sea puesto fuera del espectro de lo audible, de lo propio al “sentido común” y la (in)cordura que dicta este tiempo. A un lado y otro de las diferencias políticas de la nueva grieta entre mileismo y anti-mileismo hay un consenso: el que dicta dejar a media asta los reclamos feministas, como parte de lo que se llama un “progresismo sobregirado”, que habría antepuesto las reivindicaciones identitarias a los reclamos económicos y de justicia social. Como si fueran un accesorio innecesario e incómodo, una agenda foránea, que se podría volver a esgrimir recién en un futuro armónico, utópico por excedente, pero no antes, en el juego de la política “en serio” -en una versión de izquierdas de la teoría del derrame-.
Inútil enojarse con el diagnóstico. Lo cierto es que hubo poca respuesta en las calles cuando se cerró de un plumazo el ministerio de mujeres y diversidades, cuando casi se desmanteló la línea 144 de denuncia a las violencias y se dieron de baja los programas de ayuda económica a mujeres violentadas o de prevención del embarazo adolescente. Muchos de estos programas eran, de hecho, un dedo tapando el sol de la violencia omnipresente y reproducían la lógica de respuesta individualizada frente a un desarreglo estructural de la vida, como es la violencia de género, en el mejor de los casos. Pretender que mujeres que están viendo cómo no ser arrasadas del todo (ellas y en general, sus hijos), salgan a la calle a luchar por programas que fueron demasiado breves como para ser apropiados e incluso conocidos, es iluso. Mucho más en un contexto de represión frente a la protesta social. Las mujeres, por otro lado, conocedoras del encadenamiento y la servidumbre que producen las “soluciones modernizadoras” que se esgrimen desde el gobierno -y más allá de él- como parte del gobierno económico de la vida, como la financiarización de cualquier aspecto diario, desde la salud al subsidio por alimentos, no aparecieron para defender lo que no resultó del todo propio, ni del todo verosímil.
Las derechas han tomado a los reclamos feministas como aquello que permite sumar adhesiones en la opinión pública, casi sin costo. Atacar esos reclamos y esas posiciones le sale gratis: mientras focaliza en el uso de la letra “e” y escandaliza por los libros que se usan en los secundarios-si es que se usan, porque qué lindo sería si se leyera- distrae el foco y evita discutir las causas de la pobreza estructural de mujeres y niños. Una sociedad se prende en la discusión, agotada como está, porque también sale gratis y siempre es más amable pensar que tenemos esos problemas y no los otros. Es autoindulgente, es compasivo con nosotros mismos. Como es autoindulgente pensar que la violencia que se lleva a 35 mujeres por día es endémica y no vale la pena seguir gastando en un promedio que se mantiene inelástico: mejor que vuelva a ser tratado como delito y no como efecto de una red de violencias que empieza en la lengua misma. Por algo será, habrá que “cuidarse” y “replegarse”.
Y sin embargo, si hay un sector que sabe que el empredurismo y la bicicleta para llegar a fin de mes no liberan y que la desigualdad estructural de horas de cuidado se porta como cansancio en el cuerpo -esto es, que el cansancio (como el ocio, como el dinero y la propiedad) sí conocen de diferencias de género-, esas son, somos mujeres. Por eso, su desconfianza terca frente a las soluciones supuestamente innovadoras es un saber acumulado, un saber que se reafirma a diario. No hay sorpresa, no hay deslumbramiento. En ese saber hay un capital político, latente, que precisa de nuevas jergas, de lenguas y de temas propios y de una traducción que resulte de una inserción más profunda en los modos de vida populares del país. Hay un acervo, mejor, más que un capital político, porque se resiste a ser tan fácilmente puesto a disposición, a ser fácilmente reducible a un conjunto de programas, a un conjunto de instituciones, pero que inmediatamente nota cuando se arrasa con la salud pública, con la educación pública, con los derechos laborales, con los límites simbólicos a la violencia, porque eso envalentona a los de siempre y eso sojuzga a les de siempre.
El año será electoral, entre otras cosas. Con una legitimidad sostenida en la estabilidad de precios, el gobierno se asienta sobre una nueva distribución social de ganadores y perdedores (como siempre después de un programa de estabilización, como bien sugería Juan Carlos Torre). Se asienta también en un imaginario que identifica el lugar del ejercicio de gobierno con el de un saber económico, con una verdad: son los que saben de economía, son los que saben qué hacer, los revalidados a nivel global. Esa distribución de ganadores y perdedores y esa verdad fáctica se pretenden más allá de la diferencia de género, cuando en realidad refuerzan su realidad como relación de poder. Esa realidad puede empeorar incluso, si la división política también se ajusta a los nuevos tiempos.