Íbamos al cine Gaumont de Plaza Congreso porque el 56 nos dejaba cerca y era más fácil llegar allí que a Corrientes o Lavalle. La vez que más recuerdo, acaso fue cuando papá nos había llevado a ver La guerra de las galaxias (o alguna secuela), y el espectáculo fue tan vibrante como riquísima la porción de pizza y fainá a la salida. Papá leía la revista Superhumor y en alguna de sus historietas recuerdo ver ese ícono con el nombre en francés del cine en vertical, sobre la avenida Rivadavia. En plaza Congreso, a cierta hora, había aguas danzantes. Luces de colores se filtraban entre los chorros de agua que subían y bajaban, y concentraban la atención de unos cuantos paseantes y extraviados que mirábamos la noche porteña con cierta ilusión. Detrás del monumento se recortaba el imponente edificio del Congreso, que también lo recuerdo iluminado. Aquella noche le pregunté a papá qué era, que había allí. Secamente, y como tragando saliva, en un ahogo, me respondió: "Antes funcionaba el Congreso, ahora es un archivo". Y me tomó de la mano fuerte con un gesto raro. Corría el año 1980 y la noche de nuestra infancia era como la larga noche de la dictadura.

Pocos años después, cuando faltaban pocas semanas para la primera elección presidencial en una década, mi viejo ya mostraba su simpatía por el candidato radical Raúl Alfonsín, y anudaba su origen judío y de izquierda, parroquiano y sujeto del PC, con una perspectiva progresista que empezaría a afirmarse crecientemente. Revista Humor, Carlos Rodari en Radio Mitre, Pepe Eliaschev, Enrique Vázquez. El 29 de octubre de 1983 era mi cumpleaños número 11, de manera que como al día siguiente había elecciones nacionales, papá empezó a ligar una cosa con la otra. Ese mismo año habíamos ido al acto en Ferro de Alfonsín, donde popularizó en el cierre de su discurso el rezo laico del Preámbulo de la Constitución: “Para todos los hombres del mundo que quieran habitar el sueño argentino”. Y fuimos al cierre de campaña en el Obelisco, cuando dijo que venía a cerrar la noche de la dictadura y del oprobio, y que quería asegurar la libertad para los tiempos. En el periódico de la escuela Noti Zinny, proyecto que impulsaba la comprometida maestra Laura Crespo, escribí entonces una nota que titulé “Mi mejor regalo de cumpleaños”. Entre otras cosas, puse: “Aunque luego de muchísimos años los argentinos se avivaron que los estaban traicionando, mientras festejaban un mundial de fútbol -cortina de las atrocidades cometidas-, había gente que estaba moribunda, torturada, y quizás la Guerra de Malvinas fue el golpe para que nos diéramos cuenta de que estábamos bajo una dictadura que no respondía a ningún proceso de reorganización y menos nacional, y para la cual las vidas humanas eran sólo números”.

Ese mismo texto poco después lo convertí en una suerte de ensayo que edité como fanzine y que papá corrigió de puño y letra. En ese tiempo empecé a utilizar su máquina de escribir, a cortar y pegar, a fotocopiar. Mi diario se llamaba Prensa Libre y traía todo tipo de notas y reseñas.

Escuchar a Alfonsín en la radio, en casa, era compartir un momento con papá. La voz firme y emocionada del político radical lo conmovía. Alfonsín fundaba la democracia con palabras, hacía magias con sus frases y sus promesas. Todo estaba allí, en el Preámbulo. Había que creer y crecer, en y con la democracia. No teníamos otra cosa en la mano más que la libertad, la participación y el voto. Y esa escasez cruda provenía del horror, ahora pienso. Los militares habían arrasado con todo y reinaba el miedo. Mi viejo había fundido su pequeña distribuidora de discos, era deudor de un crédito cooperativo que ahora reclamaba el Banco Central. Había fallecido mi querido abuelo materno Aldo, y mi abuela Rosario estaba internada. Del otro lado, mi prima hermana Graciela hacía años se había ido exiliada del país, expulsada a patadas por los genocidas, siendo una joven adolescente.

Papá siempre creyó en Alfonsín. Como esa vez en diciembre de 1985, en que me llamó para escuchar juntos la radio, cuando iban a leer en directo la sentencia del Juicio a las Juntas. Recuerdo el énfasis y la satisfacción que manifestó cuando literalmente escuchamos: "Jorge Rafael Videla, cadena perpetua, inhabilitación de por vida para ejercer cargos públicos". Y me agarró fuerte las manos. Ése fue su mayor orgullo y por el que siempre iba a defender y reivindicar a Don Raúl. Y quizás sea así no más, y debamos recordarlo a Alfonsín de esa manera, cada argentino de bien, aquí y en cualquier parte: El presidente del Juicio a las Juntas.

Después vinieron tiempos difíciles. Los años noventa arrancaron ásperos y mi acercamiento a otros espacios políticos y culturales no le gustaron tanto. Todo se ponía mejor cuando nos reíamos, cuando escuchábamos radio, cuando papá alcanzaba a leer las primeras cosas que escribía. El tiempo nos distanció bastante. En 1993 le escribí una carta a Alfonsín criticando su pacto con Menem. Papá se enojó conmigo. Poco después, la vida se lo llevó de golpe, en un vértigo rampante. No conoció ninguno de mis libros ni mis notas publicadas. Es un misterio de la creación y del amor, porque ya no estuvo aquí físicamente, pero no hubo vez desde el día en que me recibí en la facultad hasta cada novela o ensayo que vio la luz, que no pensara en él (y que no se lo dedicara íntimamente, e incluso deseara discutirlo con él). Porque un padre son las palabras que uno tiene, y la literatura son frases que se forjan en la infancia, cuando miramos todo por primera vez.

Creo que empecé a simpatizar con el peronismo en el verano de 2002, viendo Sinfonía del sentimiento de Leonardo Favio, más que nada porque ese largo documental mostraba la memoria de un país real de trabajadores felices, donde ahora había un cráter, donde estaban esquilmando lo poco que quedaba en pie. Y está claro que me hice peronista por Néstor y Cristina, para que reine en el pueblo, el amor y la igualdad.

Estos quince últimos años le dediqué muchos pensamientos a papá. Sobre todo, desde que fui padre y me vi en el espejo. La humildad, el sinsabor y los límites, y también la felicidad de reír a carcajadas, como a él le gustaba. Pensé mucho también en Alfonsín y en los radicales, y en aquella frase republicana de la Guerra Civil Española, llena de sabiduría: “Cuando se suma, se suma, y hay que saber sumar bien, porque en el campo enemigo hay gente de otro partido, pero del tuyo también”. Y eso me hace en pensar en Moisés Lebensohn, cuando el 17 de octubre de 1945 dijo: “Hoy vi pasar a mis hermanos”. Y también en Crisólogo Larralde, cuando propuso incorporar el artículo 14 bis a la Constitución Nacional, que retomaba las conquistas sociales de Perón, Evita y la Justicia Social.

Papá falleció en 1995, en esa época estábamos todos contra Menem. El tiempo pasó y ya en tiempos de Cristina me pregunté de qué lado hubiese estado el viejo. A veces, me lo imagino como Leopoldo Moreau y me mata escucharlo al Muñeco, como le dicen los correligionarios. Otras veces pienso que a lo mejor la política reciente nos hubiera alejado y me invade un profundo respeto la idea de entender esas diferencias. Por supuesto que me emociona Leandro Santoro cuando cuenta su historia de Irrompible haciendo vigilia por su único héroe en aquel lío. Si algo tenía Don Raúl eran agallas, cosa que muchos radicales se olvidan. Cuando le habló en la cara a Ronald Reagan, cuando se plantó frente a los productores agropecuarios en la Rural, cuando le respondió al Cura que cuestionó la democracia. Cuando sostuvo el Juicio a las Juntas.   

Me emociona imaginar que acaso el texto que le da sentido a los cuarenta años de democracia (estoy cumpliendo esta semana 51 años) sea su rezo laico del Preámbulo, cuando llama a “…constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino…”. Y deseo que tal vez podamos este año tan extremo, donde tantas cosas están en juego, sumarle a esa frase, todos y todas, los y las compañeros del campo nacional, popular y democrático, unidos, aquí y ahora, añadirle la línea del Preámbulo de la reforma constitucional de 1949, que alguien quitó: “…ratificando la irrevocable decisión de constituir una Nación socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana…”.