La coyuntura argentina siempre fue compleja y ruidosa. Y al igual que en otros países, consultoras de opinión y analistas económicos intentan identificar tendencias y predecir eventos en un escenario plagado de incertidumbres. Algunos incluso se aventuran a divulgar pronósticos con un nivel de precisión casi decimal, ignorando los márgenes de error y la variedad de escenarios posibles. En nuestro país, sin embargo, la mayoría de estos esfuerzos resultan inútiles, no por carencias profesionales o fallas metodológicas. La dificultad de anticipar la dinámica argentina radica en la volatilidad del ciclo, a lo que se sumó, en el último tiempo, la diferencia diametral entre aquello que las autoridades dicen y hacen.

El presidente Javier Milei es un caso de estudio para todo aquel que se proponga entender los contextos sociales que facilitan la aceptación de ciertos discursos e ideologías. No sólo porque encarna el primer gobierno autoproclamado "libertario" de la historia, también porque ganó una elección presidencial sin territorialidad política, apoyo legislativo y demás particularidades que el lector ya conoce. Lo que resalta por sobre cualquier otra característica es la inconsistencia entre lo que podemos denominar como su autopercepción “teórica” y su ejecución en la política “práctica”. Milei basa su identidad, algo incluso más profundo y personal que su programa de gobierno, en su ideología económica. Y debemos enfatizar que nos referimos a su “ideología” y no a su "teoría". Para que un conjunto de postulados se considere "teórico" debe poseer un mínimo grado de consistencia que el oficialismo carece. Esto es evidente en, al menos, dos divergencias: la vinculada a la determinación del sistema de precios y la asociada con la determinación del tipo de cambio.

El mantra de Javier Milei con relación a la inflación fue, y continúa siendo, la repetición hasta el cansancio del postulado “la inflación es siempre y en todas partes un fenómeno monetario”. Aunque aquí no nos interesa discutir agregados monetarios, ni mecanismos de creación de dinero y crédito, nos parece relevante llamar la atención sobre la contradicción entre esta retórica monetarista y su política abiertamente intervencionista, incluso bastante semejante con las prácticas habituales de cierta 'heterodoxia' económica local. Estamos hablando de la continuidad del cepo en combinación con una regla cambiaria consistente en devaluar el peso oficial 2% por mes. ¿Se puede entender esta política desde la estrechez conceptual del monetarismo? A nuestro entender no, rotundamente no. Mientras la regla del crawling peg tiene como objetivo principal apreciar el tipo de cambio real para poner un ancla a la dinámica de precios por el lado de los costos, el cepo busca administrar la escasez de divisas en el Banco Central para, justamente, darle sostenibilidad al tipo de cambio administrado. Sorprendentemente, el ultra monetarismo decidió operar sobre costos y poner restricciones de precios y cantidades para contener la inflación.

La interpretación del gobierno sobre los motivos fiscales de la suba de precios son aún más nebulosos. Si el vínculo con la nominalidad fuera la monetización del gasto público, habría que entender que la causalidad no proviene del déficit sino de las dificultades para financiarlo. Un déficit fiscal que se puede financiar con la colocación de nuevos títulos del Estado no debería tener efecto sobre los precios. Por otro lado, si hemos de pensar que el canal de transmisión de la política fiscal a la inflación pasa por la contracción de la demanda agregada, esta expectativa contrasta de frente con el festejo presidencial por la recuperación de los salarios del sector privado, salvo que se pretenda insistir apelando al argumento de que existen  demandas “buenas” (las privadas) y demandas “malas” (las públicas), criterio esencialmente ideológico y contrario a cualquier teoría mínimamente respetable.

Finalmente, el caso de la brecha cambiaria es doblemente llamativo y se relaciona con los dos puntos anteriores: el gobierno utiliza dólares de las reservas del Banco Central con el objetivo de controlar el tipo de cambio financiero. Es válido preguntarse por qué los fieles del libre mercado optan por no flotar y por qué deciden administrar algunas variables financieras (que van más allá del tipo de cambio, pero la brevedad del artículo impone límites) con costos tan elevados. El ejercicio de interpretar la coyuntura partiendo de la retórica del gobierno se basa en un supuesto falso: que el gobierno argumenta y trabaja con una visión económica coherente en sus propios términos. Estamos frente a un monetarismo que administra el tipo de cambio, se entromete en la fijación de costos y cantidades con el propósito no declarado de frenar la inflación, festeja el ajuste fiscal al tiempo que celebra una incipiente recuperación de la demanda y utiliza dólares escasos de las reservas del Banco Central para reducir la brecha entre la cotización oficial y las paralelas en un mercado cambiario que, a juzgar por las declaraciones, seguirá intervenido quizás durante todo el mandato.

Pero más allá de las inconsistencias en el plano de las ideas, lo más preocupante es que no se visualiza un horizonte donde la estabilización macroeconómica sea una posibilidad, aunque sea una remota. La política monetaria se desentiende de la imprescindible acumulación de reservas que requiere una salida ordenada del cepo cambiario. La realidad es que estamos frente a un esquema de gobierno contradictorio, incierto, impredecible y tan frágil como la economía argentina. Lo que tenemos es un gobierno sin rumbo, cortoplacista e improvisado. Características de lo que algunos denominan, también sin coherencia teórica, “populismo”.

*En colaboración con Gonzalo Fernández Guasp, Licenciado en Ciencia Política (UBA) | Twitter: @conurbanensis