Analizar qué está sucediendo en las democracias latinoamericanas es una tarea no sólo acotada por limitantes cognitivas, también por tentaciones pasajeras. Una de estas nos hace caer en lo que se conoce como disponibilidad heurística. Asunto que consiste, en líneas generales, en hacer pasar un evento reciente (por ejemplo los indultos promulgados por el presidente Boric Font, la reforma al Instituto Nacional Electoral promovida por el presidente López Obrador, el reciente sacudón que recibieron las instituciones democráticas en Brasil, etc.) como la clave de bóveda para entender dinámicas complejas y de más larga duración. En síntesis, para saber qué sucede con la democracia en la región no habría que dejarse encandilar por las luces múltiples y variadas de la coyuntura. Sin embargo, aun prevenidos, resulta indispensable admitir que no resulta tarea fácil evitar este tipo de tentaciones, entre otras cosas, porque el motor del régimen democrático se alimenta de los sucesos del corto plazo (y en muchos casos de la inmediatez). Sucumbir a la dinámica coyuntural resulta inevitable, pero no siempre concluye en un ejercicio fútil. Existe siempre la posibilidad de que un asunto contemporáneo se alimente de raíces hondas, es decir, tenga profundidad política. Y este parece ser el caso que bordea el asunto conocido como “polarización”.

Recientemente la consultora Edelman llevó a cabo un estudio demoscópico (Edelman Trust Barometer, 2023) en donde se le preguntó a los encuestados dos cosas muy importantes en relación con la polarización. Por un lado, cómo diagnosticaban la situación de su país (lo más cercano a un juicio evaluativo); por otro lado, si percibían o avizoraban que esas divisiones se podían superar (lo más cercano a un juicio prospectivo). Dentro del conjunto de países analizados se estudiaron cuatro democracias de la región. Argentina y Colombia se etiquetaron como democracias “severamente polarizadas”, mientras que Brasil y México en “peligro de severa polarización”. La evidencia indica que la polarización es un tema coyuntural de alto impacto, pero ¿tiene raíces profundas? Un hecho histórico nos permite tomar distancia del presente, al tiempo que dimensionar su magnitud política. Simultáneamente servirá para precisar un poco más sobre el alcance del término polarización.

Abraham Lincoln, en su discurso del 4 de julio de 1861, sostuvo que lo que no se puede unir mediante una elección no se podrá obtener con una guerra. A los pocos días acaeció la Primera batalla de Bull Run conocida como batalla del “picnic” ya que muchas familias concurrieron, refrigerio en cesta, en calidad de espectadores. Del evento en sí se desprende un siempre renovado recordatorio: que de la expectación a la tragedia hay una delgada línea. Por ello, conviene analizar el argumento de Lincoln sobre aquella polarización que culminó en una carnicería entre hermanos. Quizá, así, se pueda precisar mejor el alcance del término polarización y evitar un uso banal.

Analizando la tesis de Lincoln en retrospectiva se podría afirmar que si las elecciones no impiden la guerra es porque la polarización se ha devorado los propios mecanismos democráticos. De ser acertada esta interpretación se puede extraer una simple conclusión, pero a contracorriente: que la polarización tiene poco que ver con las divisiones y los clivajes electorales. Los presupone, pero se ubica en un lugar hostil para la democracia. Veamos este asunto un poco más de cerca.

Todo candidato (futuro político) sabe que para sumar votos hay que dividir al electorado. Sin embargo, la regla de oro que debe seguir (por tanto, aprehender) no es la cuestión obvia de que para sumar primero hay que dividir, sino saber dividir. Dividir es un arte, hay que saber dividir, puesto que aquello que se divide tiene que seguir siendo dividido en el futuro. La polarización se inserta como obstáculo en esas interacciones entre división-unidad-futuro. Esta primera mirada sobre la polarización suele ir acompañada de una cándida pregunta: ¿cuáles son y dónde comienzan las empalizadas que impiden el diálogo político? Formulada de diferentes maneras ya recorre el espinazo democrático de la región. Pero hay más.

Las divisiones (clivajes, conflictos, etc.) están dispersos en múltiples actividades de nuestra vida, es decir, no son privativos de la actividad política. El filósofo J. Paul Ricœur (1913-2005) ilustró este asunto con elegancia al comparar el trabajo del juez con el del político. El político, a diferencia del juez, está compelido a dividir y gobernar en base a esa división que promovió. Mientras que el juez recibe un conflicto y debe -con su sentencia- cerrar aquello que está abierto. El gobernante no gobierna sino sobre divisiones que resultan tanto inevitables como necesarias, donde las elecciones resultan un artefacto idóneo para esta compleja tarea. El proceso electoral abre divisiones y las cierra temporalmente con el sólo propósito de volver a abrirlas. La polarización se inserta en esta dinámica de manera grotesca, fuera de cuadro. Esta segunda anotación sobre la polarización puede acompañarse de la siguiente pregunta: ¿por qué hay momentos en que las elecciones no resultan eficaces para cerrar las disputas que existen entre los bandos o las partes? Brindar contenido a los porqués abre el sendero predictivo: ¿cuándo sucede que las elecciones se vuelven incapaces de lidiar con las divisiones? Al igual que en los tiempos de Lincoln esta pregunta sigue siendo un hueso duro de roer para la ciencia política.

La polarización se aleja de las calmas costas de las divisiones, se interna mar adentro para ubicarse en algún lugar entre lo agonístico y la enemistad. Esa parece ser la intuición que capta el estudio de la consultora Edelman. La polarización alguna vez fue una división, pero en su andar se fagocita a los propios políticos que tenían la tarea de domesticarla, es decir, hacer de ella parte del juego democrático. Sin embargo, ¿cómo es que la polarización adquiere dinámica propia? El filósofo Julien Freund (1921-1993) ofreció en su momento una respuesta que para muchos resulta insuperable: lo político no consiste en otra cosa más que la unilateralidad con la que cualquiera nos escoge como adversarios/enemigos. La política en democracia, como la vida misma, es un juego interactivo: la ilusión de la racionalidad paramétrica no sólo es mala consejera, en el límite resulta un camino con una única dirección. El político que ignora la tesis de Freund no es un catacaldos irreverente o un miserable chapucero; es irresponsable o perverso, quizá una combinación de ambas. En este punto conviene concluir con una metáfora.

Para dividir y sumar los políticos promueven el arte de espabilar, esto resulta conveniente porque la democracia requiere que los ciudadanos se espabilen. No obstante, la discusión pública (el propósito detrás de espabilar) requiere cortar trozos de pabilo (la mecha de la vela pública agotada). Si cada político emprende una carrera alocada por cercenar pabilo es probable que se agote la vela o se avive demasiado la llama. Ante ese escenario el análisis cesa, todo es terreno para la acción política. Aunque no faltan voces que reclaman poéticamente ponerle bozal a la polarización. Sin embargo, ésta es una bestia difícil de acorralar, frente a ella hay que conducirse festina lente, implacable pero despacio.