Más allá de la pésima coyuntura económica en la que nos encontramos debemos poner la atención también a los problemas estructurales que tiene Argentina para comenzar a superar sus limitantes al desarrollo económico.

El punto de partida es el nivel de productividad. El principal rasgo compartido entre países subdesarrollados es que su nivel de productividad se encuentra alejado de los estándares internacionales. Argentina, que es uno de los países con mayores niveles de productividad de la región, se encuentra con aproximadamente un 30% de la productividad laboral de Estados Unidos.

Para alcanzar los niveles de vida de los países desarrollados se necesita acercarse a esos niveles de productividad. El problema central, y aquí la macroeconomía juega un rol clave, es que el estancamiento de los últimos 12 años implica un alejamiento de esos niveles. Y esas mayores brechas de productividad generan presiones negativas sobre el mercado laboral para buscar compensaciones -bajos salarios, mayor precariedad, mayor jornada de trabajo-.

Supongamos -más allá de las dudas del momento- que la macroeconomía se estabiliza y la débil recuperación se convierte en crecimiento, ¿cómo logramos esa convergencia? En general hay dos caminos polares aunque la realidad sea una mezcla de ambos: un crecimiento generalizado de la productividad en todos los sectores existentes o un cambio estructural desde los de menor productividad a los de mayor.

Entre los de mayor productividad de Argentina se encuentran los sectores primarios por sus condiciones naturales como la agricultura de exportación y petróleo, al que se sumaría, según promete el gobierno, la minería. Se agregan también algunas industrias manufactureras y partes de la economía digital. Entre los de menor productividad encontramos a los servicios personales y a ciertas sub ramas de la industria manufacturera, junto al comercio y la construcción.

Una política de tipo de cambio bajo (dólar barato) y apertura comercial como la que intenta el gobierno lleva a una destrucción del entramado productivo por fuera de los nichos de mayor productividad, inclusive de sus proveedores y eslabonamientos. Esto produce una elevación de la productividad por dos caminos: una tecnificación de esos sectores sobrevivientes (la tecnología importada se encuentra abaratada y los salarios muy encarecidos por el tipo de cambio) y una desaparición de los sectores menos productivos.

El problema de ello, harto evidente, es que una economía no puede desarrollarse sólo con los sectores sobrevivientes de un tipo de cambio bajo y una economía abierta: no tienen capacidad de generar el volumen de empleo de calidad necesario, ni tienen una distribución geográfica suficiente para el país que tenemos, ni generan todas las exportaciones que necesitamos ni tienen el perfil de innovación que necesitamos.

Entonces, cualquier propuesta seria debe encontrar qué otros sectores quizá no tan desarrollados o productivos a la fecha hay que alentar para completar ese perfil productivo deseado. Necesariamente el sector industrial y servicios transables vinculados a la economía digital -software- están llamados a completar el menú de opciones. Los puestos de calidad que puedan generarse allí a su vez, constituyen un dinámico mercado interno que habilita economías de escala y alcance claves para la competitividad internacional en base a productos diferenciados. También que tanto la industria manufacturera como la economía digital invierten más en investigación y desarrollo que el sector agropecuario por lo cual también son vectores dinámicos de cambio tecnológico.

Pero para ello la política económica debe reconocer la necesidad de un cambio estructural, ordenar una macroeconomía que habilite el surgimiento de esos nuevos sectores y una política industrial y de ciencia y técnica que los apoye. En palabras muy sencillas, sin la macroeconomía no se puede pero con ella no alcanza.

El mundo comienza a reconocer que es necesaria una política de estas características, los ejemplos en Estados Unidos, Europa y el Este Asiático abundan. Aquí, en cambio, el gobierno está aferrado a un dogma que ya era viejo en su primera aplicación en los años noventa: un ajuste sin compensaciones, una macroeconomía que conduce a una reprimarización con simplificación productiva y una destrucción de la política industrial y científica. Es difícil esperar otros resultados aplicando la misma política.