Sentido y sinsentido
Los problemas socioeconómicos ahogan la vida cotidiana de la Argentina, pero también nos enfrentamos a un fundamental problema acerca del sentido de nuestro presente y cuál futuro cabe esperar
La Argentina se encuentra inmersa en una serie de problemas socioeconómicos que afectan la vida cotidiana y generan incertidumbre acerca del futuro inmediato, no acerca de los próximos años sino de los próximos meses, cuando no semanas. La inflación, la creciente desigualdad, la pobreza, la presencia del FMI, la precarización e informalidad laboral son algunos de esos problemas. Pero sería un error reducir los desafíos actuales a esta sola dimensión socioeconómica, pues, al mismo tiempo, nos encontramos encerrados en un atolladero cultural acerca del sentido que le damos a aquello que percibimos. La conocida imagen del vaso medio lleno y medio vacío puede ejemplificar esta cuestión, en tanto ninguna de las dos afirmaciones es una simple mentira, pero relatan lo percibido de maneras distintas, hasta opuestas. Lo anterior ya señala el lugar del relato en nuestra vida cotidiana, a través del cual (nos) contamos nuestras experiencias y, así, las organizamos, le damos un sentido a lo que nos ha pasado (¿cómo llegué hasta acá?), a nuestro presente (¿dónde estoy?) y trazamos un horizonte de futuro (¿hacia dónde voy?). Afirmar que la situación socioeconómica genera incertidumbre es también decir que ella contribuye a dejarnos sin un sentido claro, al limitar nuestra capacidad de narrar nuestras experiencias y, sobre todo, de trazar un horizonte a futuro.
Frente a ello, hoy en la Argentina tres relatos –no necesariamente excluyentes entre sí– compiten por el protagonismo, por ocupar el centro de la escena y ser el principio organizador de nuestras experiencias. El primero de ellos es el relato neoliberal, el cual promete la libertad y autonomía del individuo a cambio de que éste acepte vivir en la incertidumbre y el riesgo, sin burocracias que limiten su capacidad de emprender, que es también sin burocráticas organizaciones y leyes que lo protejan en la vejez o la enfermedad. Se trata del relato de un individuo aislado, sin que exista un colectivo del cual pueda formar parte. A él se opone el relato dependentista, el cual promete seguridad y certidumbre en el marco dado por el trabajo formal en relación de dependencia que, como tal, entraña una subordinación del valor de la libertad del individuo, pues sólo en la dependencia puede encontrarse seguro. En el extremo, se trata de un relato sobre la organización colectiva, sin que haya lugar para la diferencia individual. A ellos se agrega un tercer relato, centrado en la defensa de la propia identidad, el cual promete la certidumbre que proviene de un firme sentido de pertenencia a ese grupo con el cual me identifico, dentro del cual compartimos una manera única de percibir el mundo. Por eso, toda otra manera de percibirlo entraña una amenaza a la propia certidumbre identitaria, al señalarla como una posible manera de ver las cosas, pero no la única. Más aún, este relato contiene una potente explicación de (que da sentido a) por qué estamos mal: por culpa de ese que ve las cosas de una manera distinta, que no se da cuenta o, peor, no acepta que la única manera correcta de actuar es la propia. En una actitud autoritaria que, en última instancia, promete que la sociedad dejará de tener problemas cuando, por fin, sea igual a la propia identidad, es decir, cuando todo el que tenga una percepción diferente haya sido eliminado.
A este último relato se vincula la expansión de una política del odio y la bronca… al que sea distinto. Odio que entraña no sólo una pasión, sino también (y, quizás, sobre todo) un marco de sentido, a partir del cual se obtienen respuestas claras a las cuestiones de dónde estoy y cómo voy hacia un futuro mejor. Así, brinda una certidumbre que el festejo neoliberal del riesgo rechaza, junto con el ser parte de una trama de relaciones personales, a las que la dependencia no da lugar.
Nuestra democracia, que cumple 40 años, pareciera no poder ya prometer nada, como mucho la dependencia durante 40 horas semanales para, quizás, llegar a comer un asado el domingo. Atolladero cultural que nos plantea el desafío de una discusión en torno al sentido de nuestras experiencias cotidianas, a cómo las relatamos y qué promesas puede contener el futuro inmediato. En este marco, quiero sugerir una nueva apuesta por lo público. No por el Estado, como si lo público fuese equivalente a lo estatal, sino por una percepción de eso público que ve allí el modo en que el colectivo deja su huella en aquello que toca. Como cuando ese colectivo se auto-organiza en un club, institución en la que muchos de nosotros aprendimos un deporte y encontramos un espacio de pertenencia. O como cuando el sindicato, ese colectivo de trabajadores, hace sentir su peso en el contrato de trabajo, que es una relación entre individuos (lo firman la empleadora y el empleado), pero mediada por la presencia de lo público. Y es esa mediación de lo colectivo la que puede ser una fuente de certidumbre en la sociedad actual, al trazar un horizonte compartido, dentro del cual poder saber dónde estamos parados y hacia dónde vamos. A la vez que dicha mediación subraya la relación de ese individuo con el colectivo, sin reducir el primero a un simple apéndice del segundo, antes bien, propugnando su autonomía –en lugar de su dependencia– al impulsar una auto-organización que es también una auto-orientación, una producción de sentido que no viene dada desde arriba, ni supeditada a lo que el jefe diga. Por esta vía, profundizando en una dirección aquí apenas sugerida, puede elaborarse un relato otro a los hoy preponderantes, uno capaz de defender nuestra democracia contra las amenazas que los otros tres relatos contienen.