Spinoza da una definición de la crueldad que puede resultar algo confusa: “La crueldad o sevicia es un deseo que excita a alguien a hacer mal a quien amamos o hacia quien sentimos conmiseración.”[1] El traductor al castellano, Vidal Peña, aclara en nota al pie que algunos interpretaban directamente que era hacer el mal a alguien que amamos, entonces él ha tenido que remarcar lo que parece obvio (pero nada es obvio en términos de lectura): es otro (alguien) el que hace mal a quien amamos.

En realidad, esta definición supone al menos tres personas distintas (la complicación siempre comienza en el tres): (i) quien hace daño, (ii) quien lo recibe, y (iii) quien ama o siente conmiseración por quien es dañado. Esto explica muy bien la diferencia con otras pasiones tristes como el odio, el resentimiento, la envidia o la ira.

Si pudiéramos hacer un trazado in crescendo de las pasiones tristes, diríamos: primero se siente una disminución en la potencia de obrar, esto es una tristeza; luego se la puede atribuir a una causa exterior, entonces emerge el odio; y si se localiza en alguien que se supone en una condición mejor, adviene la envidia o el resentimiento; y si se pasa al deseo de destrucción del otro, esto es la ira.

Pero la crueldad no se conforma con la destrucción o la agresión del otro sino que además se jacta de ello, lo publicita o expone en un regocijo suplementario ¿Por qué? Porque justamente no se dirige solo a quien se odia sino a dañar a quien otro ama o por quien siente conmiseración, es decir, no solo se ataca a alguien específico sino el acto de amor y su huella.

En definitiva, para que haya crueldad, primero tiene que haber habido amor, generosidad, conmiseración por otros. Nosotros podríamos decir, en términos políticos: justicia social, generación de nuevos derechos, redistribución de bienes y servicios, etc. Es esa relación social lo que busca destruir la crueldad en su jactancia. No es casual entonces que las ultraderechas anárquicas e hiperindividualistas sean extremadamente crueles. Es lógico.

La respuesta siempre es el amor, porque el amor es más fuerte que el odio. Cuando disminuye la potencia de obrar/existir y advienen las pasiones tristes, la intervención oportuna tiene que apuntar a reestablecer el deseo, el amor, la generosidad, la fortaleza; interrumpir las cadenas causales que in crescendo desembocan en la crueldad. Esto va más allá de cualquier cálculo u oportunismo político, responde a las razones profundas -afectivas- que constituyen la trama social compleja. Quien lo sepa y actúe en consecuencia, podrá incidir en ella.

[1] B. Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico, Madrid, Alianza, 2004, p. 275.