Analizar el triunfo de Javier Milei en las PASO como si se tratara de un acontecimiento impredecible –exótico como el nacimiento de un cisne negro–muestra un conjunto de limitaciones e incapacidades que el progresismo ya no puede permitirse. En política, pocas afecciones son más peligrosas que la miopía. Es hora de revisar los mecanismos de diagnóstico.

El resultado de las PASO del último 13 de agosto generó la sorpresa de muchos, aunque seguramente no deben haberse sentido tan sorprendidas las 7.116.352 personas que votaron por Javier Milei, dejando al candidato de La Libertad Avanza en mucho mejor perspectiva que sus competidores de cara al futuro.La contundencia de la cantidad referida debe funcionar como una interpelación para aquellos que nos fuimos a dormir el domingo 13 de agosto embargados por la consternación y el estupor ¿Cómo fue posible que no llegáramos a prever, ni por asomo, que una propuesta como la de Milei podía alcanzar semejante grado de adhesión, ya sea por sus planes y contenidos, ya sea por sus apelaciones e improperios? ¿Cómo pudimos malinterpretar, cuando no directamente ignorar, los signos de un fastidio social que ahora nos estalla en la cara? ¿Qué pasa con nuestros mecanismos de diagnóstico que hoy parecen obsoletos? Y más aún, ¿cómo puede ser que ante los ojos de quienes simpatizamos con apelativos como el de “pueblo” y decimos identificarnos con él, el resultado de una elección democrática se presente no sólo como inesperado y sorprendente, sino además como enigmático e incomprensible?

Somos muchos los que, aun creyéndonos advertidos e informados, hemos caído en la trampa de la cortedad de miras, los algoritmos que nos muestran sólo lo que queremos ver, las burbujas mediáticas, la auto-confirmación. No fuimos inmunes a las lógicas del encierro. Nosotros también nos acostumbramos a mirar al mundo a través de un ojo de buey. Suponer que estamos en presencia de un acontecimiento que era tan impredecible como el nacimiento de un cisne negro es un lujo que no podemos darnos. En política, pocas afecciones son más peligrosas que la miopía. Es hora de revisar nuestros radares, ejercicio que bien podríamos iniciar buscando nuestro reflejo en el espejo de la historia.

En 1956, Ernesto Sábato publica el libro El otro rostro del peronismo: carta abierta a Mario Amadeo. Sin maquillar ni ocultar su antipatía por Perón, el autor articula en ese texto una suerte de reivindicación parcial del movimiento peronista, al tiempo que critica la subestimación, el escarnio y la mofa que la clase media acomodada, los intelectuales y los partidos de izquierda habían dedicado a aquel fenómeno social.

Vale la aclaración: recuperar aquí esta mirada no supone de ninguna manera poner en pie de igualdad las figuras de Perón y de Milei, ni mucho menos las características y condiciones de lo que uno y otro representan. Antes bien, la referencia histórica apunta a llamar la atención sobre las estructuras mentales y morales de los que entonces operaron como incomprensores, si se me permite el neologismo.  En las páginas de ese libro, Sábato recuerda con pesar la noche de septiembre de 1955 en la que, mientras se encontraba cenando con amigos en un caserón de la ciudad de Salta, recibió la noticia del derrocamiento de Perón. Aquella ocasión significó para él una experiencia marcadamente agridulce: por encima del abrazo en el que “doctores, hacendados y escritores” se fundían para festejar “la caída del tirano”, Sábato alcanzó a ver en un rincón de la antecocina que “las dos indias que allí trabajaban tenían los ojos empapados de lágrimas”, y entonces sintió que en el peronismo había algo que ni él ni sus amistades habían sabido vislumbrar.

Algunas páginas después, Sábato señala el error estratégico cometido por las vanguardias izquierdistas que comenzaron a tratar peyorativamente a las masas que no se habían volcado hacia el marxismo tildándolos de “chusma”, “cabecitas negras” o “descamisados”, calificativos que luego Perón sabría convertir en rasgos identitarios. Al respecto, escribe: “(…) si es cierto que Perón despertó en el pueblo el rencor que estaba latente, también es cierto que los antiperonistas hicimos todo lo posible por justificarlo y multiplicarlo, con nuestras burlas y nuestros insultos. No seamos excesivamente parciales, no lleguemos a afirmar que el resentimiento –en este país tan propenso a él– ha sido un atributo exclusivo de la multitud: también fue y sigue siendo un atributo de sus detractores. Con ciertos líderes de la izquierda ha pasado algo tan grotesco como con ciertos médicos, que se enojan cuando sus enfermos no se curan con los remedios que recetaron”.[1]

Las reacciones que hoy aparecen dentro de diversos círculos progresistas identificados en mayor o menor medida con el peronismo tienen muchos puntos de contacto con las situaciones que Sábato describía en 1956. Quienes habitamos esos círculos nos abroquelamos tras una supuesta superioridad intelectual, nos encerramos en nuestras torres de indignación ilustrada –suerte de reservorio de una moral que sólo nosotros somos capaces de sostener– para resistir desde allí el paso del aluvión libertario hasta que soplen vientos más favorables a la justicia social.

Desde esas alturas, es muy difícil comprender por qué tiene sentido que la condición de asalariados de muchos de nosotros aparezca como un privilegio para quienes viven sumergidos en la precariedad sin vislumbrar ninguna posibilidad de salir de ella. Desde ya, por definición, la relación salarial no es ni puede ser un privilegio de ninguna manera –el vaciamiento de la noción de “privilegio” a partir de su repetición indiscriminada es un problema que hoy atraviesa transversalmente todo el arco ideológico–. Pero si saliéramos de nuestros encierros para ver más de cerca, en primera persona y más allá de las estadísticas, las consecuencias del grado aberrante de desigualdad que signa nuestro tiempo, la bronca del precariado nos parecería menos extraña.

También desde esas alturas, resulta muy complicado entender que rechazar las críticas al Conicet citando la cantidad de años de estudio, títulos académicos, manejo de idiomas y antecedentes en publicaciones que un profesional debe acumular para poder ingresar a la carrera de investigador es la más inconducente de las estrategias, pues con eso sólo conseguimos reforzar los discursos “anti-elite” y “anti-casta”. Si saliéramos de nuestros encierros, comprenderíamos que la formación universitaria de posgrado e incluso también de grado queda más allá del horizonte de posibilidades de la enorme mayoría de la población, aun cuando Argentina sea uno de los poquísimos países del mundo que cuentan con un sistema universitario público y de calidad.

Para combatir todas estas formas de miopía debemos comenzar a rastrear las transformaciones profundas y silenciosas que vienen escapando de nuestros análisis: los rasgos de las subjetividades que encuentran en el capitalismo de plataformas no ya una genial oportunidad para desplegar su iniciativa emprendedorista, sino la única manera de inclusión social que queda a su alcance; los rostros y los gestos de aquellos que no tendrían problemas en usufructuar lo público, si no fuera porque las instituciones públicas ya no ofrecen respuestas a sus necesidades, ni siquiera en las cuestiones más urgentes. Será importante rastrear y ponderar cuáles son las nuevas demandas que hunden sus raíces en las actuales formas de exclusión y abandono.

Para ello será necesario gestar nuevas categorías teórico-políticas que permitan aproximar nuestros aparatos reflexivos a los fenómenos que necesitamos comprender, buscar una renovación epistémica que a la vez funcione como apuesta por la construcción de nuevas proximidades políticas. En vistas de este fin, se impone el ejercicio de dos acciones: escuchar y empatizar. Escuchar no es comprender de manera paternalista ni aceptar calladamente cualquier argumento; no es evitar debates ni dejar de disputar sentidos, sino todo lo contrario. La escucha pasa por una cuestión de perspectiva: tratar de vislumbrar lo que se ve desde donde mira ese otro para descubrir que quizás sus motivos no son tan ridículos ni tan mezquinos sus reclamos.

Empatizar no es dispensar una lástima piadosa (perdónalos Dios, porque no saben lo que hacen) ni menos aún suscribir consignas contrarias a nuestros ánimos o a nuestras convicciones. Muy por el contrario, se trata de experimentar con la posibilidad de identificarse mental y afectivamente con los estados de ánimo de otro sujeto, que es un otro pero que al mismo tiempo es (debe ser) un igual.

Cabe aclarar: no es tibieza lo que en estas líneas se propone, y muy lejos está de cualquier forma de comodidad. Antes bien, se trata de un laborioso compromiso. Desde ya, no puede esperarse que mantengan una actitud recíproca para con ese compromiso quienes efectivamente están más allá de los avatares de la economía, quienes tienen concretamente asegurada la satisfacción de sus necesidades básicas, y no básicas también. Menos aún puede esperarse reciprocidad de los representantes políticos que construyen sus posiciones exacerbando el odio y el rencor que luego habrán de canalizar. La diferencia estriba en que aquéllos no tienen el deber de comprender los problemas del conjunto social, pero nosotros sí.