Corrupticidio
Columna de opinión por Ezequiel Salas
Somos corruptos. Como sociedad y como personas. No es para enojarse. Espere, no vaya a su muro favorito a pegar el link de esta nota y a ponerle emojis de insatisfacción. Tranquilo. Digamos que somos pasibles de ser corrompidos. La vemos y detectamos en los demás. La ven y detectan en nosotros.
Si nosotros somos corruptos, ¿es útil diferenciar a la corrupción entre pública o privada? ¿Es buena o soportada en el ámbito privado y mala o execrable en el Estado? Si se da entre ambos, es deleznable. ¿Tan lineales y básicos somos a la hora de pensar y razonar sobre la corrupción?
Pongamos por caso que no podamos desterrarla, nos desvelamos por investigar y controlar, y todos los etcéteras que se quiera poner, intentemos ver más allá. Un poco, tampoco tanto.
Según la escala de autoridad y desde el lugar donde uno esté analizando la situación, el indignómetro será más o menos vociferado (muchas veces, sino la mayoría) de manera muda a través de las redes sociales, que es el lugar de la nueva libertad. Y poco tiene que ver con el monto desviado, birlado, choreado a los inocentes y puros contribuyentes, sino más bien por el rebote mediático tanto en la virtualidad de las redes como en los medios tradicionales.
No hay mediciones confiables sobre la corrupción. Ni sobre si aumenta o disminuye. No creo que tenga alguna utilidad, tampoco. Sí tiene influencia esta preocupación ciudadana en la percepción de la clase política frente a una elección. Y el problema es para todos y en todo el mundo.
Puede que los países en vías de desarrollo como el nuestro, y a causa de los procesos de modernización o privatización, sean (seamos) típicamente corruptos. Tal vez seamos importadores de procesos corruptos desde la vieja Europa, puesto que son estos países, a través de sus empresas insignias, las que invierten en nuestro desarrollo a cambio de llevarse la riqueza generada, entre otros muchos beneficios.
Los escándalos mediáticos son el juicio abreviado de la corporación de medios y nos pone a nosotros como jurado calificado para castigar o hacer justicia por mano propia, que vendría a ser lo mismo para estas cuestiones. Es más, lo bueno e inmediato del ruido generado es que el castigo llega al colectivo a través del caso puntual (uno es chorro, todos los de su tipo lo son). Así los escándalos se incorporan a la vida política. Pero no todos los escándalos nos afectan por igual. El indignómetro es tan importante como producto que hay tantos como indignados. Casi que tenemos nuestros medios predilectos para enojarnos y otros que preferimos no ver.
El problema básico de la corrupción política es la falta de voluntad política para siquiera reconocer el problema quienes detentan el poder no eliminan al sistema que los benefició.
De hecho, la política se regenera incorporando a los denunciantes mediáticos y nuevos outsiders a su rebaño.
El carisma del político y las ansias de la ciudadanía favorecen la generación de corrupción, pero cuando el discurso político pierde los contenidos ideológicos y programáticos típicos de la política de partidos, la denuncia forma parte de las estrategias de degradación del adversario. La corrupción no moviliza, pero sí copta el lenguaje dándole mayor dramatismo.
Como contraparte, sigue siendo, por suerte, la política la que salvará a la política. Por eso es que más allá de los escándalos, son las políticas públicas empleadas las que hacen crecer o empobrecer a las sociedades.
Lobby, tráfico de influencias, son eufemismos para definir presiones para ser corruptos. El roba pero hace encierra en sí misma la respuesta correcta y desenmascarada robar, eso es lo que hace. Y la corrupción no mata, lo hacemos nosotros.