No hay sistema electoral que sea perfecto para todas las naciones en todo tiempo y espacio. No hay uno que sea el más pulcro e inviolable. Todos tienen sus flancos débiles. Todos tienen sus grises. Si hay intereses a la vista, y a la sombra, en quienes deben promoverlo y controlarlo, imaginen que el sistema en sí es cualquier cosa menos inocente.

Esto no quiere decir tampoco que no tengamos futuro y que siempre habrá fraude. Tenemos que buscar los mecanismos para desalentar avivadas. Pero una reforma electoral va mucho más allá de romper o no el voto cadena.

La participación política a través del voto es un valor en sí mismo. Eso debe resguardarse. Somos una democracia aún joven y no debemos subirnos a la estigmatización de la política. ¿Seguimos siendo una sociedad primitiva y necesitamos de chivos expiatorios para ofrendar a los dioses y lavar nuestras culpas? Bueno, enojémonos con las personas que nos engañaron y no con el sistema que nos permite construir sociedades en donde vivir. El voto deberá ser por muchas décadas más, obligatorio. Y el deber del Estado es fomentar el ingreso de las personas a la política y no expulsarlas.

La política no es una mala palabra. Es transformación de la realidad. Son candidatos y partidos políticos nacionales, provinciales y vecinales. Son pujas de ideas e intereses.

No es relevante la presión mediática por conocer los resultados a las 1759, ni siquiera debería tomarse en cuenta. En las recientes elecciones en Estados Unidos, el proceso electoral tuvo distinta duración debido a la posibilidad de votar anticipadamente, además de contar con varios husos horarios para el cierre en el día final de elección. Nada de eso restó transparencia, ni impaciencia, a los ojos de los medios de comunicación. Acá tenemos el grito de fraude a flor de piel.

Lo que deben fijarse son prioridades a la hora de asegurar el acceso al voto a cada ciudadano que tenga ese fundamental derecho. Que sea simple tanto la emisión como el posterior control del sufragio. El tiempo de información de resultados no hace a la transparencia. La tecnología reduce tiempo, sí; pero gracias, no hace a la cuestión. Podrá ser más canchero, pero aún estamos en la etapa de asegurar la participación de todos, buscando que al menos sepamos qué votamos y a quién. La Constitución está por encima de una placa roja que anuncie a la nueva estrella de la política.

Otro elemento que en esta discusión está en un segundo plano, lamentablemente, y que hace que pueda llevarse a cabo tanto esta como cualquier otra reforma, es la autonomía provincial a la hora de elegir la forma de votación así como la fecha en la que se convocará a elección. Nuevamente la corporación mediática utiliza esta facultad constitucional que poseen las provincias para fustigar a la política en general y tildar de inútil o poco productivo a un año donde hay elecciones. Otra vez la culpa no es del sistema sino de la intencionalidad con que un gobernador puede sacar provecho de pegar o no las disputas locales con las nacionales. Las elecciones deberían estar precedidas por un debate político oportuno y amplio, para ello lo mejor es separar las fechas. Pero todo esto se dirime, presión mediante, en una mesa entre negociadores nacionales y provinciales, tanto de signo propio como opositores.

La transparencia que se declama no parece mostrar justicia sino que permite ver claramente los hilos del que la maneja. La reforma necesariamente deberá ser gradual si es que se busca mejorar el sistema. Seamos capaces de exigir respeto por nuestros derechos políticos.

Lo que deberemos propiciar es que la búsqueda del fraude no sea conveniente ni tentador. Ni tecnológica, ni manualmente. Democraticemos la información para tener mejores ciudadanos.