En los últimos años la sociedad argentina ha sido protagonista de evaluaciones aparentemente contradictorias, expresadas especialmente respecto del rol de los docentes. En el contexto general de un constante ensalzamiento sobre las potencialidades de la digitalización en la educación, hace solo cuatro años se trató de movilizar a una parte de la población en el intento -infructuoso - de reemplazar a los maestros por “voluntarios” (en el contexto de una huelga), hoy sin embargo se agitan las aguas en torno de ponderar su presencia en las aulas como imprescindible (y también en contexto de conflicto).

Entre ambos momentos se desató una pandemia sin precedentes. Sin embargo, más que un cambio de valoración, lo que la situación parece haber puesto a flor de piel son las contradicciones respecto del lugar que ocupa la educación en el conjunto de la estructura social en la actualidad.

Y no nos referimos solo a nuestro país. A nivel mundial, diferentes organismos internacionales, entre ellos la UNESCO, han señalado las consecuencias de la interrupción de las clases presenciales, las cuales no se reducen a los problemas de aprendizaje para la generación que actualmente está cursando sus estudios obligatorios, al aumento en la posibilidad de abandono escolar o las desigualdades en el acceso a la tecnología digital. Además de aspectos estrictamente educativos, los establecimientos de enseñanza se han revelado en buena parte del mundo como una fuente de acceso de alimentos, no sólo para los alumnos pero también para sus padres, y la falta de preparación de estos últimos para suplir la ausencia de clases presenciales, cuando no directamente las insuficiencias para el cuidado de los niños. Todas características ligadas crudamente a la mera subsistencia, contención y disciplinamiento de buena parte de la población.

No se trata de que los sistemas educativos actuales no cumplieran estas funciones desde su origen mismo, pero nuestro mundo viene cambiando a pasos acelerados y con él, la población escolarizada, la demanda de docentes y las características de la educación misma. Se calcula que a mitad de siglo XX apenas la mitad de los niños acudían a nivel primario, pero sólo poco más de una décima parte al secundario. Hoy la primaria está prácticamente universalizada y a la secundaria acceden más de tres cuartas partes de los adolescentes. Recordemos además que, en abril de 2020, en el momento de su máxima expansión, la interrupción de las clases presenciales afectó al 84,5% de los alumnos del planeta.

Estos fenómenos no son meramente locales, sino que el lugar mismo de la educación en la sociedad ha cambiado. La mayor parte de los niños y jóvenes hoy accede a las escuelas y su paralización trastoca completamente el funcionamiento social. Esto ocurre a su vez, en un contexto donde cada vez más población queda expulsada de la producción (como desocupados, subempleados, trabajadores precarios, changarines, etc.). La crisis que la pandemia ha acelerado nos plantea entonces de forma descarnada algunas preguntas sobre una de las tantas miserias del capitalismo en esta fase: ¿hasta qué punto las tendencias propias de esta sociedad van desplazando a la educación desde su función de ciudadanizar a la población sobre la cual se va extendiendo, para ir asumiendo la de disciplinar y contener no sólo al conjunto sino , en especial a parte de los hijos de los trabajadores que al capital le sobran, y para los que por ende, objetivamente, encuentra cada vez más dificultades de incorporar como ciudadanos? ¿Hasta qué punto la oscilación entre considerar a los docentes cómo reemplazables o imprescindibles se relaciona con el desarrollo de esa contradicción? ¿Qué lugar pretendemos como humanidad que ocupe la educación? Y más importante aún, ¿es posible dentro de los límites del capitalismo?

*Sociólogo e investigador del Programa de Investigación sobre el Movimiento de la Sociedad Argentina/ CONICET