Después de un nacimiento abyecto en el seno de la obra distópica de Michael Young The rise of the meritocracy de 1958, el término meritocracia fue resignificado como ideal de sociedad por el pensamiento neoconservador en los años 70 y en los 90 obtendría sus credenciales de legitimidad para gran parte del arco iris político al ser recuperado por los representantes de la tercera vía. Al igual que el sistema feudal, la meritocracia es un principio de legitimación de las desigualdades, pero si las críticas al primero ya no necesitan enumerarse, los problemas que atañen al segundo son menos visibles. El mérito se haya tan arraigado en el imaginario de nuestras sociedades, que hay ciertas preguntas que dejamos de preguntarnos. En este breve escrito me detendré en tres dimensiones problemáticas que subyacen al concepto de meritocracia

La primera dimensión a destacar es la moral, en el seno de la raíz etimológica del mérito encontramos el merecimiento, vocablo que esconde una concepción de individuo autónomo y racional, una persona es merecedora sólo de aquellas cosas de las cuales es moralmente responsable. La meritocracia despliega la cosmovisión de que una sociedad justa es aquella en donde cada uno recibe lo que merece, y en consecuencia presupone que la posición de los sectores más bajos de la sociedad responde a un criterio de justicia moral. Lo que coloca  entre paréntesis las distintas determinantes estructurales que generan la desigualdad, funcionando como un dispositivo de ocultamiento de sus causas, e interioriza los distintos avatares de la fortuna. Los pobres se convierten en los responsables principales de su pobreza, ésta es producto de insuficiencia moral. Lo dicho genera obstáculos al momento de pensar alternativas igualitarias, pues las desigualdades resultado del mérito difícilmente despiertan compasión y solidaridad. Como advierte Martha Nussbaum, la compasión requiere la creencia en la no culpabilidad de los problemas del que padece. La total responsabilidad de los pobres ante su situación no sólo no despierta empatía, sino que también niega cualquier sentido de dignidad, de autorespeto, lo que explica que la contracara de la era de la meritocracia sea el resentimiento.

El segundo problema, es la incompatibilidad que hay entre los presupuestos de la meritocracia y la estructura familiar. El sustrato que subyace a la diferencia de clase es la familia, recordemos que la mayoría de las personas ricas son herederas (el relato del emprendedor pobre que se transforma en millonario es extraordinario, justamente por eso nos despierta tanto interés, piensen en lo aburrido que sería una película de un hombre que nace en una familia rica y mantiene su riqueza). Incluso la eliminación de la herencia puede tornarse insuficiente, pues los individuos reciben de sus familias no sólo bienes económicos, sino también capital social y capital cultural.

EL tercer problema es la característica de la meritocracia como sistema de bien posicional que supone una desigualdad relativa. Las posiciones y las recompensas sólo cobran sentido en tanto al otro se le niegue; los de arriba necesitan de los de abajo para dotar de sentido su posición (es como el Doctor Honoris Causa cuyo valor justamente reside en la exclusión de la mayoría de este reconocimiento. Si todos ostentan este reconocimiento, el mismo pierde razón de ser). El símbolo utilizado para graficar la meritocracia cobija este espíritu, la sociedad es comprendida como una gran pista de carrera con un supuesto punto de salida simétrico pero que requiere resultados desiguales, es decir para que el triunfo tenga sentido debe haber perdedores, el goce subjetivo que propone la meritocracia es proporcional a la exclusividad de la recompensa. Símbolo que es importante también por lo que calla, al estar impregnados con la imagen de puntos de partidas iguales, oculta que la posibilidad de triunfar en las carreras está conectada con la posición de la que se parte. 

El universo de los reality shows permite dramatizar bien los distintos elementos del juego meritocrático, el punto de partida en situación de igualdad, el talento y el esfuerzo como criterios sustanciales que justifican el éxito en las distintas instancias del programa, la necesidad de que haya perdedores que queden fuera de la competencia, la mirada y el juicio del espectador como una sinécdoque de la sociedad que brinda el veredicto final en torno al mérito, las historias personales de sacrificio y triunfo que otorgan legitimidad a partir de casos excepcionales. Sin embargo, no hay que ser un escritor de ciencia ficción, para intuir lo perverso que es que la esfera económica asuma las características y los criterios de legitimidad de los programas televisivos.

*Doctor en Ciencia Política, Investigador del CONICET, Docente de la Universidad Nacional del Litoral y de la Universidad Nacional de Rosario