Cuando me preguntan por el vínculo de los jóvenes argentinos con la política, me pregunto a su vez: ¿Qué jóvenes? ¿Qué política? Porque aunque al decir “argentinos” se coloca imaginariamente a los jóvenes en una comunidad fraterna y pastoral –una nación-  hay entre ellos una creciente diferencia y abismal desigualdad. En ningún caso divino tesoro. Si en un extremo están los que acceden a la juventud como  “moratoria social” que no deja de expandir los plazos y exigencias  de preparación para una vida profesional hiper-competitiva;  en el otro están los que un ministro de educación se vanagloria de encarcelar cuando la escuela no logra disciplinar. Esos que siguen muriendo “potros sin galopar” en nombre y en manos de la “seguridad”, extraña bandera del bien común que se levanta cuando la exclusión demanda el sacrificio como condición de convivencia.

En cambio –y dando vuelta la pregunta- es posible hablar de juventud(es), como una categoría social históricamente producida, especialmente por el Estado, que es quien a través de leyes y políticas reinventa la figura jurídica y social del joven en distintos momentos  -edad, características normativas (cómo debe ser, qué debe hacer), deberes,  derechos, etc.- y por la clase política que los interpela generacionalmente como depositarios del porvenir (reconociéndolos, consagrándolos o negándolos).

¿Y cuál es el vínculo que “la” política (real) y el Estado establecen con los jóvenes y la juventud en la Argentina contemporánea?  Durante la década del Bicentenario se produce una notable reinvención de la juventud, tras la salida de la crisis del 2001, entre cuyas expresiones más emblemáticas está la ley del voto joven y la de creación de Centros de estudiantes. Asimismo, de parte de los jóvenes se produce un incremento y una  reorientación de sus activísimos, que dejan de ir  contra “la política” y el Estado para ir hacia ellos e incluso tomarlos. Primero, desde los sectores propiamente políticos -movimientos territoriales, organizaciones, partidos,  y el movimiento estudiantil (recuérdense los “estudiantazos” desde el 2008)-  pero  luego también entre los antipolíticos e “independientes” que se fueron integrando al juego partidario, y  parte de los cuales finalmente se sumaron al bloque de centro derecha que llegó al poder en el 2015.

Como antecedente de ese viraje,  que mutó totalmente el panorama político y el paradigma estatal en nuestros días, tenemos  las marchas de Blumberg por “la seguridad”, y –sobre todo- el conflicto gobierno/ campo en el 2008, convertido en un hito generacional entre las clases medias altas y altas, en contraposición con el del “argentinazo” o el de la “la década ganada” para los de clases medias y populares. El triunfo del “campo” fue resignificado como el inicio de una epopeya “republicana” contra el demonizado Estado kirchnerista, avanzando sobre las libertades de mercado (homologadas a las ciudadanas). Esto fue capitalizado electoralmente por primera vez en el 2009 por… ¡De Narváez!, una opción de derecha de la Provincia de Buenos Aires que cayó en el olvido,  pero en su momento logró excelentes resultados con un spot de campaña protagonizado por jóvenes custodios morales en un paisaje fantasmalmente pampeano. 

Desde ese momento a la actualidad, pudimos ver la efectiva conversión política de los antipolíticos  e indignados “autoconvocados”, hasta su  embanderamiento amarillo que dio una vuelta más sobre sus cuerpos en las últimas PASO.  Y aunque entre los jóvenes, todavía más inclinados a las paletas celestes y a las rojas,  esta opción no sea la más votada,  queda claro que hoy en la Argentina existe también una militancia juvenil de derecha, que bajo la consigna del cambio apuntala con voluntarismo y mucho más moralismo el status quo;  y que forman parte de ella no solo los herederos de los intereses que defiende, sino también en muchos casos los que en estos años vieron abrirse ante ellos –con ayuda del Estado,  con becas de estudio, con universidades cerca de los barrios-  horizontes más amplios que los que llegaron a transitar, y que se los reta a “merecer”,  transformando los derechos en una deuda perversa, y a cada joven en un llanero solitario. En ese escenario que hoy puede generar  el desencanto de una aporía, se instala el reto de creer más en las transformaciones que en los cambios, y de reconocer la potencia de los propios jóvenes para vitalizar la memoria y recrear el proyecto común contra la falacia meritocrática.

                                                            *Doctora en Ciencias Sociales (FLACSO). Investigadora Independiente  CONICET-CIS-IDES/  Docente Investigadora Facultad de Ciencias Sociales, UBA