Los servicios de inteligencia en la Argentina siempre funcionaron en una zona gris del organigrama estatal, amparados por un secretismo que les permite cruzar cotidianamente la línea entre lo legal y lo ilegal, sin dar mayores explicaciones. Y aunque así esté compuesto su nombre, ni brindan “servicios” a la sociedad en su conjunto, ni muestran demasiada “inteligencia” en sus operaciones.

La investigación del juez Alejo Ramos Padilla sobre la red de espionaje articulada en Comodoro Py, con el fiscal Carlos Stornelli y el falso abogado Marcelo D’Alessio como grandes protagonistas, se inscribe en la tradición de escándalos que involucran a la antigua Side  y la actual Agencia Federal de Inteligencia (AFI). Además de esa mezcla de impunidad y desprolijidad tan propia del poder velado, este caso volvió a instalar el debate sobre las escuchas telefónicas, el “gran talento” de los espías locales a la hora de obtener información sensible que luego usan con fines difíciles de conectar a la salvaguarda de la seguridad nacional y más cercanos a la simple extorsión.

Entre las preguntas frecuentes que la AFI enumera en su página web, afi.gob.ar, figura: “¿La Agencia puede escuchar mis conversaciones telefónicas o leer mis mensajes en redes sociales?”. La respuesta que dan los espías dirigidos por Gustavo Arribas es tranquilizadora:“No. La Constitución Nacional garantiza la privacidad de las comunicaciones. Esta garantía sólo puede ser suspendida momentáneamente por disposición de un juez en el marco de una causa determinada ordenando la intermediación judicial de la comunicación de la que se trata”. La explicación es técnicamente cierta, pero los hechos recientes vuelven a demostrar los agujeros del sistema.

Sin necesidad de plantear la existencia de un aparato paralelo que opere por fuera o en los márgenes de la administración estatal, hay dos situaciones bien concretas que vulneran la lógica con que se obtienen y usan las escuchas.

El primer caso tiene que ver con la permeabilidad o, directamente, la complicidad de los magistrados a la hora de habilitar este procedimiento, fruto de una relación distorsionada con los servicios de inteligencia, que muchas veces determinan el rumbo mismo del expediente, en lugar de limitarse a asistir a los tribunales. Un ejemplo es el de los jueces misioneros Horacio Gallardo y José Luis Rey, destituidos en abril de 2010, acusados de habilitar intercepciones telefónicas infundadas en el marco de causas por homicidios y estafas. El mecanismo era simple: con excusas diversas, se instalaban sospechas sobre personas que eran el verdadero objetivo de la maniobra y cuyas conversaciones luego eran intervenidas y utilizadas por los espías con otros fines.

En el segundo escenario posible, la vulneración no está en el origen de la “pinchadura” sino en el uso indebido del material que se obtiene. Son casos en que si bien el sentido de haber pedido y realizado la escucha puede ser considerado válido, lo recabado no resultó de ayuda al objeto del expediente, ya sea en parte o en su totalidad. Sin embargo, esas conversaciones privadas y ociosas en materia judicial –que deberían entonces ser destruidas por orden del juez–, se filtran y llegan a los medios. Es lo que pasó con los audios entre Cristina Fernández y Oscar Parrilli que fueron largamente repetidos en la prensa. Los había encargado la jueza federal María Romilda Servini de Cubría, a pedido de la AFI, para saber si Parrilli retuvo información de ese organismo, al que dirigió en el tramo final del gobierno kirchnerista. En los diálogos conseguidos no había nada referido a ese tema, por lo que Servini mandó a destruirlos, pero eso no impidió que llegaran a los diarios y canales de TV.

En su dossier “¿Hay salida para la crisis del sistema de inteligencia? Propuesta 2019”, la Iniciativa Ciudadana para el Control del Sistema de Inteligencia (ICCSI) destacó la necesidad de una “reorganización de la captación de las comunicaciones y protección de la privacidad”. Integrada por el CELS, la Fundación Vía Libre, la UMET y el Instituto Latinoamericano de Seguridad y Democracia, la ICCSI sostuvo que “las relaciones indebidas entre el poder judicial, el sistema de inteligencia y sectores políticos y mediáticos quedaron demostradas en las últimas semanas”, y consideró que “nos encontramos en un punto en el cual este problema afecta el funcionamiento de la democracia y el Estado de derecho con un nivel de gravedad institucional que obliga a acciones políticas de magnitud”.

Muestra de esta situación es el carácter ciertamente testimonial de la Comisión Bicameral de Fiscalización de los Organismos y Actividades de Inteligencia, la instancia de control a cargo de velar por el correcto funcionamiento del Sistema de Inteligencia Nacional que integran la AFI, la Dirección Nacional de Inteligencia Criminal y la de Inteligencia Estratégica Militar. 

En manos de la Corte

En 2015, en medio de la pelea de Cristina Fernández con Jaime Stiuso, el FPV impulsó una reforma integral de la ex Side mediante la ley 27.126, que vino a modificar la ley 25.520 de Inteligencia Nacional. Uno de los cambios fue que las escuchas telefónicas dejaron de estar bajo la órbita directa de los espías y la famosa “Ojota”, la Oficina de Observaciones Judiciales, y pasaron a la Procuración General de la Nación que entonces dirigía Alejandra Gils Carbó. Tras la llegada de Mauricio Macri a la Casa Rosada, en febrero de 2016 y a fuerza de DNU, la función volvió a migrar: salió de la Procuración y quedó en manos de la Corte Suprema de Justicia. En su acordada 02/2016, el máximo tribunal la rebautizó como Dirección de Asistencia Judicial en Delitos Complejos y Crimen Organizado (Dajudeco), estableció sus oficinas en Avenida de los Incas 3834 y puso al frente –por sorteo– a dos camaristas: como director quedó Martín Irurzun, creador de la doctrina que justifica las prisiones preventivas de muchos ex funcionarios, y lo secunda Javier Leal de Ibarra. Del día a día se ocupa Juan Rodríguez Ponte, director ejecutivo y actual candidato de Cambiemos para ascender a juez federal de Lomas de Zamora.

Junto a las “pinchaduras”, la Dajudeco tiene otras facultades a la hora de investigar al crimen organizado y la corrupción pública y privada: está habilitada a efectuar estudios financieros, confeccionar “mapas de relaciones” y perfiles económicos, y a realizar rastreos en redes sociales.

En enero pasado, argumentando un crecimiento de la demanda y la necesidad de agilizar las causas, la Corte habilitó la instalación de locutorios para escuchas online en la sede de la Policía Federal, sólo para casos de narcotráfico y demás delitos graves.

Desde que los cortesanos tomaron el control, la oficina multiplicó recursos y capacidad operativa. En septiembre de 2018, mediante la acordada Nº 26 y aun con Ricardo Lorenzetti como su presidente, el máximo tribunal solicitó al Tesoro Nacional fondos por $2000 millones para la Dajudeco, lo que supuso cuadruplicar su presupuesto.

A contramano de los cuestionamientos y la desconfianza fundada que rodean a las escuchas telefónicas, la Dajudeco recibió un premio rimbombante: el Diploma de Reconocimiento “Nivel Oro” a la Mejora en los Criterios de Liderazgo y Aseguramiento de la Calidad. Se lo entregó en noviembre pasado el propio gobierno, a través del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos que dirige Germán Garavano. Alimentando la paradoja, desde esa cartera explicaron que “el galardón tiene como objetivo promover el desarrollo de buenas prácticas enfocadas a generar un servicio de calidad al ciudadano e instrumentar herramientas que mejoren la gestión judicial”.