El No al ALCA fue el germen de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur). El 5 de noviembre de 2005, en la reunión de la IV Cumbre de las Américas en Mar del Plata, liderados por los presidentes Néstor Kirchner (Argentina), Lula da Silva (Brasil), y Hugo Chávez (Venezuela), los gobiernos latinoamericanos pusieron freno a la pretensión hegemónica de establecer en la región un Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), el ‘american dream’ proyectado en 1994 por Estados Unidos.

Ese rechazo a las reglas del libre comercio como reguladora de las relaciones internacionales impuestas desde los Estados Unidos, planteó un modelo alternativo para achicar las asimetrías, el comercio justo, la integración económica regional y subregional, la complementación productiva, y terminó sentando las bases para la construcción de un nuevo paradigma político.

Con su decisión de romper con Unasur el gobierno del presidente Mauricio Macri clausura una etapa en la vida política del país. Diez años después de su nacimiento institucional, de los 12 estados integrantes sólo quedan cuatro: Bolivia, Guyana, Uruguay y Venezuela. La salida de Macri, junto con los presidentes Jair Bolsonaro (Brasil), Sebastián Piñera (Chile), Iván Duque (Colombia), Lenín Moreno (Ecuador), Mario Abdo Benítez (Paraguay), y Martín Vizcarra (Perú), confirma el proceso de transformación política experimentado en el país y en América Latina en los últimos años.

Podrán discutirse los términos jurídicos de esta medida. Podrá decirse que el gobierno argentino no puede salir de UNASUR por vía de un decreto. El Artículo 75, inciso 24, de la Constitución Nacional establece que “la denuncia de los tratados referidos a este inciso, exigirá la previa aprobación de la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara” del Congreso Nacional. Podrá esgrimirse el artículo 43 de la Constitución argentina. Lo cierto es que la sentencia política está tomada. La suerte de Unasur parece echada.

La disposición del gobierno argentino es el corolario natural de un régimen que hace algo más de tres años alcanzó la legalidad que confieren las urnas, pero que fue perdiendo legitimidad a cada paso de su gestión, hasta verse obligado a recurrir a la búsqueda de ‘gobernabilidad’ a través del acuerdo con los organismos financieros multilaterales, del apoyo del Fondo Monetario Internacional (FMI), los negociados con el Banco Mundial y, en última instancia, el sostén del Tesoro de los Estados Unidos, a cambio de la subordinación a los dictados de la superpotencia del Norte. El producto licuado del Consenso de Washington.

La condena de muerte de Macri a la Unasur se inscribe en la nueva oleada conservadora que impera en la región. Estados Unidos nunca abandonó sus viejos planes originales para el ‘patio trasero’. Eligió primero la vía rápida de un sólo tratado para alinear detrás suyo a todo el continente, en base al precedente del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o NAFTA, por sus siglas en inglés) y el Tratado de Libre Comercio entre República Dominicana, Centroamérica y Estados Unidos de América (TLC, o DR-CAFTA, por sus siglas en inglés). Eso era y sigue siendo el ALCA. Una simple búsqueda en Google revela que el sitio web oficial del ALCA sigue existiendo.

Con nuevas iniciativas se intenta desalojar a Unasur de la escena política regional. El Foro para el Progreso y Desarrollo de América Latina (Prosur) fue impulsado por los mandatarios Duque y Piñera, a la que luego se fueron sumando Macri, Bolsonaro, Moreno y Benítez.

El pasado viernes 22 de marzo, en una cumbre de mandatarios en el Palacio de la Moneda de Santiago de Chile se firmó el acta de defunción de Unasur. Con su habitual estilo, Bolsonaro explicó el propósito del encuentro sin eufemismos: “sellar el final de Unasur”.

El Prosur se autoproclama como un nuevo foro regional con una estructura más ligera, más ‘light’, sin sede permanente ni secretariado, con una estructura similar a la experiencia comercial de la Alianza del Pacífico. Pero por sobre todas las cosas, sin ‘ideologías políticas’. Curiosamente, el autoproclamado presidente encargado de Venezuela, Juan Guaidó, fue invitado a la reunión, aunque desistió de viajar.

De este modo, Unasur, la institución integrada por doce países suramericanos, nueve de los cuales contemplan en sus constituciones nacionales la unión regional, quedó reducida a cinco: Bolivia, Guyana, Surinam, Uruguay y Venezuela. Uruguay observa con cautela los movimientos del nuevo grupo. El presidente Tabaré Vázquez no viajó a Chile y en su reemplazo mandó al vicecanciller Ariel Bergamino. Bolivia y Venezuela siguen defendiendo la existencia de Unasur. Evo Morales y Nicolás Maduro no asistieron al encuentro.

Prosur surge un año después de que Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Paraguay y Perú suspendieran sus actividades y dejaran de pagar su cuota en Unasur debido a la falta de consenso para nombrar a un nuevo secretario general desde 2017. En rigor, ese estancamiento fue el producto de una decisión política consensuada por los nuevos gobiernos conservadores que cuestionaron desde el comienzo al organismo por su supuesta ‘inoperancia’, con el verdadero propósito de dinamitarla. Los argumentos para enterrar Unasur son los mismos que se usaron contra los gobiernos progresistas: el bloque tiene una agenda ‘ideologizada’.

Para encontrar los orígenes de esta nueva alianza conservadora Prosur en la región, habría que remontarse a agosto de 2002, cuando el presidente norteamericano George W. Bush estableció el tratado bilateral estadounidense arquetipo basado en la Trade Act, que estableció la Bipartisan Trade Promotion Authority (Autoridad Bipartidaria para la Promoción del Comercio), conocida también como ‘Vía rápida para celebrar tratados comerciales’, el Fast Track.

Esta norma confirió amplias facultades al presidente durante cinco años, hasta julio de 2007, en nombre de la seguridad nacional, de la libertad y de los intereses de los Estados Unidos, para celebrar tratados comerciales que el Congreso podría aprobar o rechazar, pero nunca modificar.

Entre otras cosas, la ley dice: “La expansión del comercio internacional es vital para la seguridad nacional de los Estados Unidos. El comercio exterior es un elemento crítico para el crecimiento económico, el poderío y el liderazgo de los Estados Unidos en el mundo. La seguridad nacional de los Estados Unidos depende de su seguridad económica que, a su vez, está cimentada en una vibrante y creciente base industrial”.

Como si no resultara claro, además especifica: “Los acuerdos comerciales maximizan las oportunidades para sectores críticos y componentes esenciales de la economía de los Estados Unidos, tales como la tecnología de la información, las telecomunicaciones y otras tecnologías de vanguardia, industrias básicas, bienes de capital, equipos médicos, servicios, agricultura, tecnología ambiental y propiedad intelectual. El comercio creará nuevas oportunidades para los Estados Unidos y preservará la fuerza incomparable de los Estados Unidos en los asuntos económicos, políticos y militares”.

Distintos países de la región han suscrito tratados bilaterales de libre comercio con Estados Unidos, a partir de las nuevas reformas neoliberales de las leyes nacionales sobre inversiones extranjeras. Chile fue el primer país suramericano cuyo gobierno firmó, con aprobación parlamentaria en octubre de 2003, un controvertido acuerdo que entró en vigencia en enero de 2004.

“Una densa trama de convenios y tratados económicos y financieros internacionales, regionales, subregionales y bilaterales que han suplantado los instrumentos básicos del derecho internacional y regional de los derechos humanos, incluido el derecho a un medio ambiente sano y que han subordinado las Constituciones nacionales y la legislación destinada a promover el desarrollo armónico nacional y los derechos laborales y sociales”, dice el jurista Alejandro Teitelbaum en su libro ‘La armadura del capitalismo. El poder de las sociedades transnacionales en el mundo contemporáneo’, editado en Barcelona en 2010.

Así las cosas, las políticas neoliberales circularán libremente a escala regional penetrando en los Estados, desintegrando sus economías, generando daños sociales irreparables y, en definitiva, anulando las autonomías nacionales.

La ‘lex mercatoria’ del derecho feudal se regenera en la nueva ley de las corporaciones, mucho más allá de las reglas del comercio internacional, en función pura y exclusiva del capital transnacional y de los países poderosos, en detrimento de los derechos fundamentales de las naciones periféricas. La muerte de Unasur cristaliza la supremacía de los intereses del capital por sobre los derechos democráticos de los pueblos, consolidando políticas de liberalización y privatización a través de un régimen jurídico de cumplimiento obligatorio que se pretende irreversible.

Y si surgieran diferendos, para eso se han inventado los ‘tribunales arbitrales’ que se constituyen en el seno del Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones (CIADI, ICSID, por sus siglas en inglés), una institución creada y controlada por el Banco Mundial, con sede central en Washington, que funcionan al margen de los sistemas judiciales de derecho público estatal e internacional.

En jurisdicción del CIADI las empresas puede demandar al Estado por incumplimiento. Pero no es recíproco. Los gobiernos no pueden demandar a las compañías por inobservancia. Los Estados están obligados a renunciar a la prerrogativa fundamental de su soberanía: la competencia territorial de los tribunales nacionales. En los tribunales arbitrales del CIADI a un árbitro lo nombra la empresa, mientras al presidente del Tribunal, si no hay acuerdo de las partes, lo cual resulta habitual, lo designa el presidente del Consejo de Administración del CIADI: el presidente del Banco Mundial.

Los pontificios del libre mercado arguyen que Unasur es un fracaso de la política ‘ideologizada’. De manera ingenua o interesada, explican que se trata de los vaivenes ideológicos de los gobiernos de turno en la región. Para ellos, la culpa siempre es de la política.

Sin embargo, con el trabajo de los gobiernos progresistas de América Latina a través de Unasur, los países de la región intensificaron el intercambio, se abrieron al comercio a través del Pacífico con las otras grandes superpotencias, ocuparon un lugar en la mesa del G20 a través de las BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), el grupo de países emergentes que siguen motorizando el desarrollo económico en un mundo que no encuentra salida a la crisis del sistema financiero global desde la caída de Lehman Brothers hace ya más de una década.

Unasur abordó algunos de los problemas más graves de seguridad internacional que traspasan las fronteras de los países en todos los rincones del planeta, como la migración, el narcotráfico, y el terrorismo. En un mundo sumergido en guerras constantes, desactivó cualquier posibilidad de conflictos bélicos para construir un continente de paz. Reclamó un espacio protagónico en el tablero geopolítico internacional. Y sentó las bases de la tan anhelada integración regional y la unidad latinoamericana.

El retiro de Unasur es otro de los tantos desaciertos de la gestión Macri en materia de política exterior para la Argentina. En lugar de integrar, el Prosur sólo profundizará la división regional, tratando de destruir la más importante institución organizativa regional existente con posibilidades de convergencia de todos países suramericanos. La ruptura con el verdadero bloque de integración que representa Unasur sólo puede condenar de manera irremediable al país y a toda la región a desempeñar un papel secundario en el escenario global. Prosur es el nuevo ‘franchising’ filosófico del viejo ALCA.

El presidente argentino Juan Domingo Perón advirtió hace muchos años que la Argentina no era una economía completa y la necesidad del pasaje del nacionalismo al continentalismo. Ya en 1951 Perón proponía crear un Nuevo Pacto del ABC entre Argentina, Brasil y Chile para la consecución de un amplio mercado:

“Ni Argentina, Brasil o Chile aislados pueden soñar con la unidad económica indispensable para alcanzar un destino de grandeza. Unidos forman, sin embargo, la más formidable unidad a caballo de los dos océanos de la civilización moderna. Desde esa base podría construirse hacia el norte la Confederación Sudamericana. Unidos seremos inconquistables; separados, indefendibles”.

A lo largo de doscientos años de luchas por la independencia latinoamericana, la historia ha sido siempre el botín de guerra de los vencedores. Al fin de cuentas, la famosa leyenda de los ‘setenta años de peronismo’ resulta un período de tiempo demasiado breve para la memoria de los pueblos de Argentina y Suramérica toda.