La democracia devaluada de un país sin límites: del atentado de CFK a Milei
Se cumple un año de la peor de las señales de alerta que la sociedad argentina no quiso o no supo decodificar. Hoy, la indignación de muchos sectores ante el negacionismo, el autoritarismo y la locura económica que podría llegar a la Rosada convive con la naturalización de un límite que se cruzó y frente al que no pasó nada. Argentina como un perro que se muerde la cola.
El pasado domingo 13 de agosto el resultado de las PASO sacudió a todo el país. La mayoría de un 30% obtenida por un candidato que propone privatizar la educación y la salud pública, reducir al mínimo la asistencia y la presencia estatal, dolarizar la economía perdiendo soberanía monetaria, cerrar el CONICET y dejar de financiar la investigación científica nacional, permitir la libre compra y venta de armas y hasta de órganos, entre otras muchas cuestiones que suenan irracionales a la más mínima lógica social, no nació de un repollo ni cayó del cielo en paracaídas.
A la evidente e inocultable caída en las condiciones materiales de vida de la sociedad, resultado de la falta de respuestas por parte del sistema político en su conjunto, es preciso sumarle también una construcción permanente de sentidos comunes en torno a la violencia política y la intolerancia democrática que se arrastra de años y que funciona como caldo de cultivo para que expresiones como las que hoy encarna Javier Milei crezcan en exposición y capacidad de representación.
El candidato más votado en las PASO y con serias posibilidades de convertirse en el próximo presidente no se caracteriza solamente por sus propuestas estrafalarias y disruptivas. También, y fundamentalmente, lo marcan sus posturas intolerantes, autoritarias y violentas frente a los que piensan diferente a él. Su categoría recurrente de “zurdos de mierda” engloba indistintamente a referentes de movimientos sociales, peronistas o hasta dirigentes de macristas como Horacio Rodríguez Larreta en un conjunto de lo que funcionaría como los “enemigos de la libertad”, a quienes Milei tildó recientemente de “excrementos humanos”.
La simplificación para la construcción de un antagonista político siempre está a la orden del día en el sistema político argentino. Lo que es una novedad en décadas, por su virulencia y el riesgo que conlleva, es la falta de límites de convivencia democrática en el planteo del principal referente y la fuerza política que lleva como candidata a vicepresidenta y eventual ministra de Seguridad y Defensa a una militante pro dictadura.
Esos climas no surgen de un día para el otro en un país, menos en uno que supo reconstruir su traumática historia de violencia política en clave de Derechos Humanos como lo hizo la Argentina con el primer impulso alfonsinista y el inconmensurable avance durante los gobiernos del kirchnerismo. Desmontar esas esforzadas construcciones democráticas implica años de trabajo persistente en horadar en el discurso social las bases mismas de esa democracia y los derechos humanos que tanto sufrimiento costaron construir.
El macrismo sentó nuevas bases en ese recorrido con hitos como el intento de hacer pasar el 2x1 a los genocidas, repelido por una histórica movilización democrática, pero fundamentalmente con pequeñas gotitas de agua que fueron llenando el vaso con declaraciones como la del “curro de los derechos humanos” que soltara el propio Macri. En esa línea se suman la negación de los 30.000 detenidos desaparecidos durante la dictadura que se le escuchara a no pocos de sus funcionarios y la construcción constante de un clima de violencia política para con el kirchnerismo/peronismo, que de ninguna manera es equiparable a los argumentos políticos con los que desde ese lado de la grieta se cuestiona las decisiones con las que el neoliberalismo hace retroceder al país cada vez que llega al poder.
Llegó el gobierno del FdT con la promesa no sólo de recuperar las condiciones materiales de vida de la población, sino también de reinstalar un clima social centrado en la garantía y la expansión de derechos frente a lo que había sido la retracción macrista. La pandemia romipó todo los esquemas y puso en cuestión hasta los pilares más sólidos de la estructura social, habilitando incluso la pregunta de cuán válido era pretender imponer demandas individuales o sectoriales por sobre el cuidado de la vida del conjunto de la población. En ese contexto resurgieron y se potenciaron los discursos cargados de individualismo y violencia política contra el peronismo, al que le tocó la responsabilidad histórica de administrar la incalculable crisis social de un momento como el de la pandemia en un país quebrado económicamente y sin acceso a financiamiento como el que dejó la gestión Juntos por el Cambio.
Esa violencia que fue in crescendo y superando límites día a día, lejos de ser cuestionada o mínimamente problematizada por parte de las dirigencias políticas y los formadores de opinión opositores, fue incentivada y fomentada hasta el paroxismo con la única finalidad del carancheo político para horadar las bases de legitimidad del gobierno a la hora de tomar decisiones complejas y sin soluciones amigables. El fenómeno Milei es claramente un producto de ese proceso al que también se subieron los principales dirigentes del macrismo, con la ahora candidata Patricia Bullrich a la cabeza.
Las manifestaciones anti cuarentena de a poco comenzaron a virar hacia manifestaciones violentas en términos políticos contra la dirigencia del peronismo, y particularmente contra CFK. Las consignas violentas en pancartas dieron paso a bolsas mortuorias, guillotinas, horcas, pedradas contra el Congreso, antorchas arrojadas a la Casa Rosada, escraches y hostigamiento contra funcionarios del gobierno en la vía pública.
Actor principalísimo en todo este recorrido, el mismo Poder Judicial que, por ejemplo y entre otras cosas, frenó la decisión del gobierno para que las telecomunicaciones fueran declaradas servicios públicos y esenciales en competencia para así garantizar la conectividad a toda la población durante la pandemia, hizo la vista gorda frente a situaciones de violencia política explícita que fueron sedimentando la base para llegar a donde se llegó. Siempre prestos a actuar de oficio y con celeridad para casi cualquier causa que acuse a dirigentes que representen los intereses populares, jueces y fiscales se desentendieron del clima espeso que ayudaron a crear desde una justicia manipulada, al servicio de intereses político-económicos y siempre alejada de las necesidades de la sociedad.
Así se llegó al primero de septiembre del año pasado, en un clima totalmente convulsionado por la acusación y pedido de condena del fiscal Luciani contra CFK, y la lógica reacción social que generó luego de haber sido espectacularizado por parte de la propia justicia y los medios de comunicación opositores. Las pequeñas pero ruidosas convocatorias afuera del domicilio de la vicepresidenta (algo que, nunca está de más resaltar, que no sufre ningún otro dirigente político del país) eran transmitidas en cadena nacional y las amenazas públicas de muerte que CFK recibía no llamaban la atención ni siquiera de los efectivos policiales que saludaban y cuidaban a los “manifestantes”. Por el contrario, cuando llegó la esperable respuesta de la militancia peronista, esas convocatorias fueron una y otra vez reprimidas por la Policía de la Ciudad, incluso con detenciones de funcionarios públicos y hasta el vallado dispuesto por Larreta que dejó durante un día técnicamente presos en sus casas a CFK y sus vecinos.
Ese mismo Poder Judicial que alimentó a la bestia, poco y nada hizo en un año transcurrido desde el hecho que estuvo al límite de generar una situación sin retorno y de consecuencias impensables. La violación al teléfono de Sabag Montial luego de su secuestro pasó como si nada; las conexiones económicas entre los grupos agitadores y la familia Caputto, íntimos amigos y ex funcionarios de Macri, pasaron como si nada; la negativa de Gerardo Milmann a entregar su teléfono luego de que se denunciara haberlo escuchado anticipar el intento de asesinato, pasó como si nada; las declaraciones de sus secretarias sobre los datos borrados de sus teléfonos en una ONG de Patricia Bullrich, que sigue sin haber repudiado el hecho públicamente, pasaron como si nada.
Un año después, la investigación del hecho en sí y de las posibles conexiones políticas discurren en dos causas diferentes, con avances diferenciales e insuficientes en ambos casos. Todo pasa como si nada y ya se acumulan 12 meses y muchas más frustraciones económicas y sociales para un pueblo argentino al que sin dudas es injusto reclamarle una memoria y una consciencia democrática que la mayoría de la dirigencia del país y sus instituciones no demuestra por sí misma, ni siquiera a modo de ejemplo.
¿Cómo pueden haberse impuesto electoralmente ideas y planteos como lo de Milei?, se pregunta buena pate de la sociedad tras el shock del 13 de agosto. Bien harían quienes busquen respuestas reales en remontarse al proceso de crecimiento de la violencia social que llevó al quiebre democrático del primero de septiembre del 2022. Cualquier límite que se cruce en los años que vendrán, cualquier situación inimaginable de violencia política y social que pueda desencadenarse en un eventual gobierno de alguien que considera excrementos humanos a buena parte de la sociedad, cualquiera de los hechos a los que se les dijo “nunca más” hace 40 años que vuelvan a repetirse, tendrán una raíz importantísima en aquel día en que intentaron matar a la principal líder popular del país desde Perón en adelante, y que pasó como si nada.
Si aún hay tiempo o no para un reflejo democrático de la sociedad argentina que pueda volver a trazar fronteras, que logre reconstruir pactos y acuerdos básicos para la convivencia en la diversidad; si todavía es posible la construcción de un horizonte común, o si estamos inevitablemente arrojados a una disolución social y nacional y a un sálvese quien pueda, es una pregunta abierta que tendrá un pronto atisbo de respuesta en las urnas y hacia adelante. Una pregunta frente a la que todo argentino y argentina es responsable. Una incógnita frente a la cual hoy, tirstemente, no sobran las esperanzas.