La doble vara del empresariado argentino con el Estado
AEA, que celebró sus 20 años criticando la intervención estatal, fue creada en 2002 para forzar rescates del Estado a empresas argentinas tras el estallido de la crisis. Los discursos de ayer y la falta de compromiso empresario con el país.
Ayer, en el fastuoso festejo por el 20 aniversario de la Asociación Empresaria Argentina, quedó expuesta la mirada que el gran empresariado tiene sobre el Estado y sus atribuciones, así como también su mirada sobre lo que es justo en una sociedad. Desde el pedestal sobre el cual suelen mirar y juzgar a todo el resto, los dueños del país despotricaron contra el Gobierno con los mismos argumentos oxidados de siempre: la falta de reglas de juego claras, la presión impositiva, el país al cual no se lo deja arrancar. Hubo una ausencia total de propuestas novedosas, de ideas sobre qué podrían aportar esas empresas en la crisis que vive la sociedad argentina, y la habitual falta de autocrítica sobre qué responsabilidad tiene el empresariado en que las cosas estén como están.
El hilo conductor de las críticas de los popes empresarios del país giró en torno a las intervenciones del Estado sobre la actividad privada. De hecho, en el lema del encuentro, “El sector privado es el factor clave para el desarrollo”, sobrevuela la misma idea simplificada y maniquea que se expresó ayer en los discursos en la cual sector privado y sector público parecen irremediablemente enfrentados entre sí y la explicación del subdesarrollo un Estado que le pisa la cabeza a los privados. Esa idea olvida u oculta intencionalmente desde los propios orígenes de AEA hasta las más recientes interacciones de esas empresas con el Estado argentino.
La Asociación Empresaria Argentina se fundó el 28 de mayo del 2002, y si bien según su propia declaración fue creada “con el objetivo de promover el desarrollo económico y social de la Argentina desde la perspectiva empresaria privada”, lo cierto es que lo que motivó a los principales empresarios nacionales a organizarse en ese momento fue su propia subsistencia. En plena salida de la convertibilidad, se dio un gran debate en el propio seno del empresariado nacional. Los sectores exportadores se veían en cierta medida beneficiados por la devaluación, pero otro gran sector de empresas que tenían sus ingresos por el mercado interno y en pesos se encontraban en la situación opuesta.
A esto se sumó la presión que recibió el entonces gobierno de Eduardo Duhalde del FMI para modificar la ley de quiebras e introducir el mecanismo del cram down, a través del cual un acreedor de una empresa endeudada podía exigir el pago de esa deuda en acciones de la compañía. Los empresarios argentinos se opusieron con firmeza a esto, argumentando la defensa de la empresa nacional y que de permitirse el cram down se estaría abriendo la puerta a una fuerte extranjerización del aparato productivo del país.
Otro de los planteos empresarios de ese momento era la obtención por parte del Estado de un seguro de cambio para sus deudas en dólares. Muchas de esas empresas habían aprovechado la convertibilidad para expandirse y habían tomado mucha deuda en el exterior, y le reclamaban al Estado el acceso a un dólar diferencial para poder hacer frente a las mismas.
Por supuesto, las empresas tuvieron asistencia por parte del Estado y se reacomodaron tras la crisis gracias a ello. En un mundo de absoluto libre mercado y mínima intervención estatal como el que hoy reclaman, muchas de ellas hubieran terminado fundidas o en manos de un competidor más poderoso del mercado internacional.
Es desde ahí que no se comprende su doble vara al denostar la intervención estatal cuando se les requieren esfuerzos debido a su posición privilegiada en la sociedad, intervención que reclaman y festejan cuando es en favor suyo. Federico Braun, dueño de la cadena de supermercados La Anónima, fue noticia por su irrespetuoso “chiste” sobre la remarcación diaria de precios en sus locales. Pero Braun también expresó que la Argentina debe decidir si se inclina por el capitalismo o el comunismo como sistema económico, y describió la realidad del país como “fluctuando entre un sistema capitalista débil y un sistema socialista”.
Más allá de la malintencionada simplificación que supone hablar de comunismo en la Argentina, cuando absolutamente nada en la realidad política o económica del país ni en los planteos de su dirigencia apuntan en ese sentido, cabe la pregunta: ¿fue una intervención comunista o socialista del Estado la que rescató a las empresas tras la crisis del 2001? O, mucho más cerca en el tiempo, ¿puede calificarse de socialista la intervención estatal de sostener a las empresas con los ATP durante la pandemia?
Otro de los que opinó con dureza contra el Gobierno fue Héctor Magnetto. El líder del Grupo Clarín atacó el proyecto de impuesto a la renta inesperada afirmando que “ahora no solo hacen impuestos que son distorsivos, sino también confiscatorios. Así no va a haber inversión de nada”. Su declaración con olor a naftalina repite argumentos que ya se escucharon en la discusión por el aporte extraordinario de las grandes fortunas y que desconocen la realidad. La cuestión sobre lo confiscatorio del nuevo proyecto oculta que sólo serían afectadas 350 empresas, que el 15% extra que deberían tributar recién en mayo del 2023 se aplicaría por única vez y solamente sobre las ganancias netas imponibles superiores a $1.000 millones, y que las empresas alcanzadas deberán registrar un margen 20% superior a las ganancias de 2021.
Por otro lado, ninguna empresa quebró porque sus dueños tuvieran que pagar el impuesto a las grandes fortunas en 2020 ni la justicia lo declaró confiscatoria en las múltiples presentaciones que se hicieron en su contra, mientras que el nivel de inversiones en el país creció fuerte y ya está muy por encima de la pre pandemia. A su vez, el grueso de la sociedad benefició y se beneficiará de aquel impuesto, por ejemplo, gracias que el 25% de lo recaudado irá a la construcción del gasoducto Néstor Kirchner.
Magnetto también olvida que Clarín estaba en una situación muy complicada tras el 2001 por su endeudamiento en dólares, y que luego de mucho lobby durante 2002, el recientemente asumido Néstor Kirchner sancionó el 18 de junio del 2003 la Ley 25.750 de Preservación de Bienes y Patrimonios Culturales, que terminó siendo conocida como la Ley Clarín. La misma definió una serie de sectores estratégicos para los intereses nacionales, entre los que incluyó el espectro radioeléctrico y los medios de comunicación, dejando a las empresas de la industria cultural protegidas del cram down que las amenazaba por su endeudamiento con empresas extranjeras del mismo sector. Una vez más, intervención estatal para el rescate empresarial sí, pero cuando apunta a la redistribución de exorbitantes ganancias “es comunismo”.
Miguel Migoya, CEO y fundador de Globant, fue otra de las voces más resonantes del evento de ayer. Entre sus highlights estuvieron los nueve mandamientos que elaboró para enderezar el rumbo del país y frases como “dejen el arco quieto por un rato. Si no saben qué hacer, no hagan nada” en relación al Gobierno, o “el mérito o el emprendurismo es casi la antítesis del populismo, mientras el emprendurismo confía en su gente el populismo no”. Migoya infló el pecho contando la historia de su multinacional, que creó en 2003 junto a tres amigos en La Plata y que hoy emplea a 26.000 personas en distintos países y es uno de los unicornios argentinos.
Lo que Migoya no incluyó en su relato fue el impulso estatal que comenzó en 2004 con la Ley de Software, que creó un régimen especial de promoción para las empresas del sector, ni los beneficios que también recibieron a partir de 2019 con la Ley de Economía del Conocimiento, ambas sancionadas por gobiernos que, desde su óptica, podrían ser tildados de “populistas”. Su mito de un emprendurismo abriéndose camino por sí mismo, a pesar del Estado y no con el apoyo del mismo, no resiste análisis y sólo aporta a las simplificaciones que desvían lo que podría ser un debate constructivo para realmente mejorar las condiciones productivas del país.
El CEO de Globant también se despachó con un “la Argentina ha sido una máquina de expulsar, y esa máquina no para”, hablando de su intención de que los jóvenes dejen irse del país. La afirmación pasaría pocos filtros de ética si se considera que proviene de alguien que se radicó en Uruguay sólo para pagar menos impuestos cuando fue justamente ese régimen de promoción argentino sobre el cual edificó las bases de su compañía. En 2020, cuando estuvo en auge el discurso de argentinos yéndose a Uruguay, un informe de la Dirección de Migración reveló que hubo 25.765 salidas de pasajeros nacionales argentinos con destino a Uruguay y 29.193 ingresos de argentinos a la inversa, y que los residentes uruguayos en la Argentina rondaban los 136 mil, casi el equivalente al 5% de la población de 3 millones de personas del país vecino.
Esos discursos que ponen a la Argentina como el ejemplo de todos los males que un país puede encarnar, chocan con la realidad que relevó el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas en 2021, según las cual Argentina es el país de la región que más migrantes internacionales recibe. Las razones que el estudio resalta para los flujos migratorios son la disparidad de oportunidades laborales y en el acceso a necesidades básicas como salud, educación y alimentación entre los países de la región. Esa perspectiva ideológica que se le escapa por los poros a los grandes empresarios a la hora de denostar al país sólo estimula un desánimo nacional que a los ojos de muchos países vecinos no tiene razón de ser.
En el océano de descrédito para el país que el gran empresariado dejó fluir ayer en las ostentosas instalaciones del Sheraton hubo pocas voces críticas y pocas propuestas hacia adelante que salieran del clásico “bajar los impuestos” y “dejar hacer al sector privado”. Para los dueños del país, ellos ya aportan más que suficiente para el conjunto y la relación entre sus márgenes de ganancia y el estado general de las mayorías no es un tema que deba discutirse.
Uno de los pocos que elaboró alguna autocrítica fue Carlos Miguens, pope de industria de alimentos y la minería, quien afirmó que “cada uno (de nosotros) logramos buscar soluciones individuales sin pensar en el país. Lo que me pase a mi lo tengo que solucionar, muchas veces a costa del país”. Otra voz crítica fue la de Antonio Aracre, presidente de Syngenta Argentina, quien definió como un “fin de ciclo” la escena empresarial argentina allí representada, criticando la falta de juventud, de mujeres y de empresas pequeñas y medianas. Aracre expresó “Me hubiera gustado escuchar también un poco más de optimismo, que alguno de los oradores reconozca que hay impuestos que sí tienen razón de ser. Los números generales, de la economía real, están muy bien, vuelan”.
En un momento de profundo replanteo nacional en todos los órdenes, el país necesita un empresariado más honesto, más comprometido con la sociedad y menos hipócrita en su relación con un Estado que tantas veces lo ha beneficiado. Como ejemplo basta recuperar la discusión interna en el FDT, en la cual el kirchnerismo critica al equipo económico del Gobierno por haberle permitido la obtención de dólares baratos a las empresas para cancelar sus deudas con el exterior contraídas durante el macrismo, como una de las principales causas de la falta de reservas hoy en día.
Ayer, hoy y siempre el gran empresariado argentino fue apoyado por el Estado nacional, muchísimas veces a costa de las grandes mayorías. En este tiempo de profunda crisis, es hora de que surjan nuevas miradas y actitudes desde ese sector si lo que verdaderamente persiguen es el “desarrollo económico y social de la Argentina”, tal como expresara AEA en su fundación, y no un simple fin de lucro y beneficio propio ilimitado.