Planes sociales: crisis del “trabajismo” y hastío fiscal
El ocaso de la “sociedad empleadora” explica la necesidad y la permanencia de los “planes sociales”.
Las movilizaciones callejeras ocurridas durante las últimas semanas pusieron una vez más en las primeras planas el asunto de la transitoriedad, la cobertura y la generosidad de los definidos genérica y hasta peyorativamente como“planes sociales”, frente a la persistencia de elevadas tasas de incidencia de la pobreza en nuestro país.
Se cuestionan especialmente las transferencias monetarias a las poblaciones consideradas “activas”, vale decir, en condiciones potenciales de integrarse al mercado laboral, distinguiéndose de las “pasivas” (personas mayores y menores de edad), sujetas de regímenes específicos (previsional y asignaciones familiares respectivamente) y que no mencionaremos en estas líneas.
Ese tipo de transferencias se iniciaron hacia mediados de los años noventa, cuando la desocupación alcanzaba picos históricos,y se masificaron con posterioridad a la crisis social de 2001. En estas dos décadas, una única iniciativa tuvo aprobación legislativa (el Salario Social Complementario producto de la ley de Emergencia Social de 2016), que fue modificada sin mayor controversia por el plan vigente (Potenciar Trabajo), que alcanza a aproximadamente a 1,2 millón de perceptores (por debajo de los casi 2 millones del Plan Jefes y Jefas de Hogar en 2002). El debate parlamentario sobre la política asistencial fue de limitada intensidad en todo el período.
La institucionalidad fue lábil, con baja transparencia en relación con los mecanismos de ingreso para la percepción de los beneficios y para la distribución territorial; fue desigual la influencia de las organizaciones populares sobre su gestión. Los montos recién fueron ajustados en función de la evolución del SMVM a partir de 2016 ubicándose en alrededor del 50% de ese valor: previamente quedaban desactualizados frente al efecto de la inflación. Vale decir, cuantías de bajo monto que, de acuerdo a la configuración de cada familia, pudieron adicionarse a otros beneficios.
El estancamiento y la informalidad económica achicaron la base fiscal con la consecuente sobrecarga tributaria de un sector de la población: la tensión entre la población “contribuyente” y la “asistida” no deja de crecer en la arena pública. La incomprensión del punto de vista alternativo conspira contra una resolución satisfactoria. No es sensato convertir a los afectados por una prolongada crisis social en responsables de la decadencia nacional.
A la vez, la negativa a reconocer la insostenibilidad del crónico desbalance en las cuentas públicas y la necesidad de pensar en un Estado apto para los problemas de las generaciones presentes, alejan las respuestas creativas, los acuerdos sociales amplios y las definiciones políticas para jerarquizar fines colectivos: sostener ingresos es prioritario y lo seguirá siendo dado que un amplio sector de la población depende inevitablemente de esos suministros.
El edificio del bienestar se construyó sobre la relación social integradora del empleo remunerado formal. La “condición salarial” (así denominada por el sociólogo francés Robert Castel), convirtió al empleo en algo más que un salario, ya que aseguraba protecciones extra mercantiles frente a las contingencias de la vida moderna (aumento de la familia, enfermedad, accidentes laborales y vejez, entre otras). La mutación de la “condición salarial” afecta simultáneamente la capacidad de generar ingresos, la protección social, las vías de construcción del porvenir y también las identidades (en buena medida, nos presentamos y obtenemos reconocimiento social por lo que hacemos). De acuerdo con los estudios de la UCA, menos del 45% de la población ocupada se encuentra en la plena formalidad laboral desde hace una década.
Las sucesivas administraciones anunciaron la transitoriedad de cada programa subrayando el objetivo de transformarlos en puestos “genuinos”de trabajo. La escasa evidencia disponible indica un extraordinario fracaso en ese propósito en el marco de una economía sin crecimiento. Pero ¿qué es el trabajo genuino? ¿Se relaciona con el contenido de la tarea o con quién lo paga? ¿Cómo se considera al trabajo teórico, al artístico o al reproductivo en esa categorización? En ocasiones, se adiciona el adjetivo de “socialmente útil”. Categorías fantasmagóricas, idealizadas y nunca definidas con precisión. Nos encontramos en un terreno pantanoso: la salida “trabajista” (la única que nos resulta familiar) se presenta como moralmente deseable a la par que materialmente improbable, a menos que fundemos la idea del “trabajo” sobre base renovadas.
El ocaso de la “sociedad empleadora” explica la necesidad y la permanencia de los “planes sociales”: su administración y su alcance requieren de un amplio debate que recoja la experiencia de veinte años y sus magros resultados alcanzados. El trabajo, tal como lo conocemos, gran organizador de la vida colectiva, aquello que le dio sentido a la idea de progreso y de prosperidad, se encuentra en crisis: entre la nostalgia del pleno empleo y la ilusión de un ingreso universal se abre una ruta por recorrer.