Del tribalismo a la personalización de la política, o cuando la parte nos deja sin todo
Ante el creciente descontrol de algunos de los sostenes del gobierno, que lo desestabilizan, se abre el problema acerca de si hay jugadores dispuestos a defender las reglas que constituyen al juego democrático, o sólo a su equipo
En una nota anterior (las cuatro patas) planteé que el gobierno del Presidente Milei se sostiene sobre dos crisis y dos controles. Una crisis de representación, que coagula en la visión de los representantes (políticos, pero también sindicales, de la sociedad civil, etc.) como una “casta” que no representa a nadie. Junto a una crisis de la escena pública, del modo en que colectiva, aunque no homogéneamente, le damos sentido a nuestra vida política y social. Por ejemplo, cuando se discute acerca de si una manifestación es, antes que nada, un problema de tránsito o una protesta, estamos disputando el sentido que le damos a esa situación. También disputamos el sentido que tiene la presencia del Estado en la salud o la educación, lo cual termina impactando en que se acepte o no dicha presencia, en que se impulsen o restrinjan políticas estatales. Ahora bien, la crisis se genera cuando no contamos con un marco común dentro del cual pueda buscarse no resolver, pero al menos sí avanzar en dichas discusiones, que permitan un diálogo, en lugar de monólogos simultáneos.
El gobierno también se sostiene a partir de un control del índice de precios al consumidor (IPC), obtenido por medio de una relativa fijación del precio del dólar y de los ingresos de los asalariados (incluyendo a quienes lo fueron, es decir, los jubilados). A ello se suma el control de la calle, en base a una metodología de represión violenta y terrorista de los más diversos manifestantes (en tanto orientada a generarles terror). Al momento de escribir estas líneas, esos dos ámbitos se le están comenzando a descontrolar al gobierno: obligado a devaluar en medio de un alza considerable del IPC, con las calles por momentos ocupadas y protocolos que no se pueden, siquiera, intentar implementar.
Sin embargo, las dos crisis siguen ahí, incluso agravadas. Eso permite que el gobierno, cuyas políticas comienzan a renguear, aún pueda sostenerlas y, no sin dificultad, hacerlas avanzar. Uno de los procesos que generan y profundizan dichas crisis es la preponderancia de una suerte de política de la identidad (política). Es decir, un modo de hacer política que pone por delante la defensa de la propia identidad, en su particularidad, por sobre la lógica de conjunto. Hinchas preocupados por defender la pureza de su equipo, pero despreocupados ante la posibilidad de que el torneo del que son parte no siga existiendo. Como si tuviese algún sentido tener un equipo sin torneo, una parte sin todo. Como si se pudiese jugar el clásico de la ciudad con un solo equipo. Por eso el desafío está en cuidar del propio equipo, al mismo tiempo en que se defiende el torneo como tal, el conjunto de reglas que lo constituyen.
En los poco más de 40 años que tiene la actual democracia argentina, ha habido momentos en que ella ha entrado en una crisis que podría haber sido terminal y en los cuales su defensa conjunta por parte de jugadores de distintos equipos fue un elemento clave para su supervivencia. Así sucedió durante el alzamiento carapintada de 1987, cuando Antonio Cafiero, gobernador peronista de la Provincia de Buenos Aires y, en ese momento, quizás la figura más convocante del PJ, se situó junto al presidente radical Raúl Alfonsín, aun siendo opositores políticos. La crisis que terminó de estallar a fines del 2001 fue, no sin sufrimientos irreparables, canalizada institucionalmente, dentro de las reglas del juego democrático, en parte gracias a las conversaciones entre el propio Alfonsín y el senador del PJ Eduardo Duhalde, es decir, entre aquellas dos figuras que en octubre de ese mismo año se habían enfrentado en las elecciones que hicieron a ambos senadores nacionales por la Provincia de Buenos Aires.
Pero a la hoy preponderante política basada en la identidad le cuesta, hasta el punto de resultarle casi imposible, aceptar a aquellos que no se reducen a esa identidad y, como tales, se muestran diferentes. Eso conduce a una creciente fragmentación de los espacios colectivos. Ya que se cierran sobre la propia identidad que es, al mismo tiempo, dejar afuera o expulsar a cualquiera que exhiba una incipiente diferencia. Por eso, ante la actual fragmentación de todos los espacios políticos, hasta se podría considerar como una instancia de “amplitud” aquél momento en que la política argentina estuvo dominada por “la grieta”. Esa polarización que producía dos grandes tribus en permanente estado de guerra, en lugar de la acumulación de “minitribus” actuales, no por ello menos dispuestas a la guerra. Lo preocupante es que esa “grieta” ya imposibilitaba que los jugadores defendieran al torneo democrático y no sólo al propio equipo. Ahora la situación sólo se ha agravado.
Pues, en caso de que los descontroles consuman al gobierno del Presidente Milei –ya sea que lo erosione una espiral inflacionaria, o bien, profundice su deriva autoritaria, aplicando aún más terror en las calles–, ¿quiénes están hoy dispuestos a defender el juego democrático, al punto de establecer las conversaciones y pararse junto a una figura del otro lado de la “grieta”? Pregunta que cabe dirigirle no sólo a los representantes políticos, sino también al conjunto de quienes ocupan un relevante lugar en la escena pública. En efecto, ¿qué formador de opinión estaría dispuesto a defender, en su programa de radio o televisión, esa reunión en la que necesariamente es coprotagonista una figura del otro lado? Finalmente, ¿estarían los representados dispuestos a aceptar que sus representantes se sienten a conversar con esos otros?
Si ya en el contexto de “la grieta” eso parecería difícil, cuesta no verlo hoy como imposible, ante una creciente tribalización de la política, que imposibilita no ya un frente amplio democrático, sino, incluso, que los oficialismos subnacionales tengan, de hecho, un oficialismo. Así Horacio Rodríguez Larreta puede cuestionar al Jefe de Gobierno porteño, del PRO, sin abandonar dicho partido, mientras que este último critica la gestión del gobierno que lo antecedió y en la cual se desempeñó como Ministro de Gobierno. Sin dudas la versión más extrema de esto se encuentra en la actualidad de la Provincia de Buenos Aires, donde el tribalismo alcanza su máxima expresión: la personalización de la política. Ya no es la tribu a que configura al colectivo, sino la referencia a una sola persona. Cristal a través del cual se ve a todo el juego como meras relaciones personales, como si dos boxeadores debieran odiarse para competir entre sí. Así, los posicionamientos políticos del Gobernador de la Provincia son leídos como “desagradecimientos”, que generan “dolor personal”, según se manifiesta desde aquél subsector partidario que tiene una sola idea, que es también una de sus únicas canciones: “Cristina presidenta”. Por eso ante la pregunta por quién será candidato –a Presidenta de la Nación, a Presidenta del PJ, a Diputada Provincial– ese subsector sólo puede tener una respuesta, por eso si se pregunta cuál es el programa, la respuesta sólo puede ser “Cristina es el proyecto”. Por eso toda diferencia sólo puede ser vista como un intento de “jubilar a Cristina” y, como tal, una amenaza a la propia identidad, a lo único que hoy pareciera poder sostener esa identidad, cuya defensa sólo puede expresarse en el ataque tribal de tal diferencia.
El gobierno del presidente Milei al igual que el del presidente Macri, ha mostrado estar dispuesto a ser todo lo autoritario que la sociedad le permita, tanto en su carácter antidemocrático, como en el antirrepublicano. El descontrol de dos de sus patas lo desestabiliza. Si no se trabaja para dejar atrás las dos crisis, antes mencionadas, entonces se hace aún más pequeña la posibilidad de limitar las consecuencias de su descontrol y canalizar el proceso político dentro de las reglas que constituyen al juego democrático. En estos poco más de 40 años, la Argentina ha atravesado muchos momentos de resquebrajamiento de su vida política, algunos de profunda gravedad, pero siempre fueron momentos, sin embargo, hoy parecieran darse las condiciones para que se torne un escenario permanente, esto es, para que la inestabilidad se instituya como rasgo perdurable del juego. En no menor medida merced a una concepción agudamente tribalista, que está más dispuesta a cortar que a (re)confeccionar lazos político-democráticos.