La casta es el otro
En un año pudimos pasar de ser los mejores del mundo a ser los peores, de habitar la tierra de la que brotaron Diego, Lionel y los Pibes de Malvinas, a convertirnos en la pesadilla decadente y denigrante de un siglo de tiranías empobrecedoras. Como en La metamorfosis de Kafka, donde Gregorio Samsa despierta convertido en un monstruoso insecto, ahora el Pueblo Argentino despertó mutando en una horrible Casta. La deserción del Estado en materia económica, social y cultural podría generar en poco tiempo todo aquello que se pretende evitar, al tiempo que se produce una guerra simbólica sin precedentes.
Cuando el Pueblo Argentino se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en una monstruosa Casta. Era una Casta maléfica, culpable de toda su incapacidad de pensar por sí misma, diría Kant, prisionera de la ignorancia consuetudinaria de sus perezas y sus destemplanzas, de no saber pescar ni usar cañas, pero acaso, sí, virginal. Porque ser Casta la convertía inmediatamente en un ser gelatinoso y deficitario, decadentemente secular y parasitariamente posmoderno. La volvía nido de ratas y excremento por partes iguales, gema tecnofeudal también, según la hora del día. Era una Casta sometida y empobrecida, olvidada por sus mejores próceres de renombre Alberdi o de estirpe Roca, pero más que nada virgen. Siempre, antes que nada, virginal. La pobre diabla Casta era reputada de nunca haber trabajado ni haberse sacrificado con aspiraciones de superioridad estética y moral. Nunca había querido ser libre, como cantaron nuestros padres fundadores y también Nino Bravo, bien responsables en los pagos de sus aranceles vía Aduana y Estado Central, y nunca renunciantes a paternidades supuestas de falsos centralismos o estatismos asfixiantes de fuerzas productivas adormecidas.
Insecto, bacteria, parásito, excremento, lo peor de lo peor. ¿Mierda? Tanto marxismo cultural la había desquiciado a la pobre Casta, siempre cortando rutas, demoliendo hoteles, trepando radares militares. A veces no sabía si vivía entre los orcos o su familia estaba llena de orcos o ella misma era una Casta Orco, es decir, una mezcla rara de Poder Supra Inferior Feo, el Poder de la República de los Orcos. ¿Había hasta ayer una supremacía del Orquismo y su Casta, hasta que llegaron las Fuerzas del Cielo a poner orden, destapar ollas, emblanquecer orquitudes, reducir déficits, embellecer vergüenzas? ¿Los Orcos eran aliados, eran el Ejército de la Casta Virginal que no conocía el verdadero sexo, el goce de la estética superior, la vida sin hambre porque no existe, de ninguna manera, algo como tal en los cuerpos, ese rugido de panza inaceptable? Los cuerpos no tenían necesidades ni mucho menos derechos, porque la justicia social en aquellos tiempos era una aberración jurídico existencial, una demasía de civilizaciones antiguas que fueron derrotadas por el 56% de una suerte de new 56 que antes prohibía por decreto palabras irreproducibles que empezaban con P, y ahora prohíbe las terminadas en E. No vaya a ser cosa que a la Casta Virgen la encuentren en el bosque inmoral una de estas noches, y no tenga adonde escapar, envuelta en esos calores y olores de Orcos Brutos, Justos, Libres, Soberanos. ¿La Patria es el Orco?
Todo esto descubrió una mañana el Pueblo Argentino, atormentado en su castidad inesperada. Orcos y Orcas sin paz, desde entonces, habitan las Islas Orcadas del Sur. Allí no hay provincias ni división de poderes ni clases sociales ni géneros ni etnias. Solo X a toda hora, un like acá, otro allá. ¿Será una Casta oriunda del Mar Austral? Como dice el poeta, dirán que pasó de moda la locura, dirán que la gente es mala y no merece, más yo partiré soñando travesuras, acaso multiplicar panes y peces. ¿Cuál era entonces la locura? ¿De quién era la nave de los locos? ¿Quiénes eran los locos de la azotea? ¿Quién era ese amable y simpático poeta y loco que estaba en la tele en los noventa? ¿Quiénes eran Los siete locos? ¿Cuánto joden cuatro gatos locos? ¿Ponemos un rato al dúo streamer de El Loco y el Cuerdo?
En un año pudimos pasar de ser los mejores del mundo a ser los peores, de habitar la tierra de la que brotaron Diego, Lionel y los Pibes de Malvinas, a convertirnos en la pesadilla decadente y denigrante de un siglo de tiranías empobrecedoras. La inflación puede hacernos pensar mal, la recesión también. Siempre se puede estar y pensar peor, y hasta descubrir que no siempre estar peor puede resultar en algo mejor. Es más, que las cosas explotan y explotan y eso no reviste ningún romanticismo piromaníaco o efecto estructural liberador sino la alimentación de más y más dolor social. Aunque también vale la pena preguntarse quién fogonea últimamente las explosiones, los estallidos, al menos desde la quema pública de barbijos para acá, desde las revoluciones federales y las marchas anticuarentena para que la libertad avance, hasta el presente.
¿Y los dueños de la riqueza? ¿Y los que aportaron a la reconstrucción de manera excepcional durante la pandemia? ¿Y el PBI completo que está guardado en cuentas radicadas en el exterior? ¿Por qué Argentina forma parte del G20, acaso no estábamos entre los veinte países más relevantes del planeta? ¿No éramos un modelo social y cultural potente, admirado, respetado? ¿No era esta una tierra próspera y fértil, generosa y diversa, que poseía lo que el mundo necesita y demanda?
Hay mil y una maneras de contar la misma historia, y la eternidad de cada noche nos permite soñar con un mañana mejor, con un tiempo despejado. Todas las culturas poseen diversas maneras de narrar el desquicio, los infiernos, la buenaventura, el amor, la solidaridad, la piedad. En casi todas existe una moraleja que hace huella desde el fondo de los tiempos: lo único que sabemos con certeza es que, en toda la extensión del universo, el que a hierro mata, a hierro muere.