Hay dos historias que se entretejen con aparente disparidad, como si nada tuviera que ver una con la otra. Suceden con parecida resonancia, pero territorios y tiempos distantes entre sí las separan. Una transcurre en las viñas de Godoy Cruz, en 1829; la otra en una bella casona de Coyoacán, en México D.F, en 1940. Los antiguos relatos pueden funcionar como analogías políticas, también los retruques trágicos en ciertos recintos permiten hablar de la lucha por el poder.

El primero de los relatos que mencionamos es el Poema conjetural de Borges, aquel del doctor Francisco Laprida, antiguo presidente del Congreso de Tucumán, en viaje al sur, mientras piensa, antes de morir. Borges narra la agonía de quién se sabe acechado y es consciente de que ese instante luctuoso rematará su vida política. Zumban las balas en la tarde última, escribe Borges. Narciso Laprida, cuya voz declaró la independencia de estas crueles provincias, huye por arrabales últimos. La política va de un lugar a otro en escenas que se suceden, en secuencias cortas, aunque carezcamos del calibre suficiente para interpretar el valor y la suficiencia de ese guarismo.Ya en la derrota, Laprida oye los cascos de su caliente muerte, que lo busca con jinetes, con belfos y con lanzas. Hay un instante absoluto en el Poema conjetural de Borges, donde Laprida, que quiso ser hombre de sentencias, de libros, al fin se encuentra con su destino sudamericano. Y encuentra ese destino en el momento que cae.

El líder político construye su legado a medida que, en vida, se arriesga. Hay victoria, hay derrota. Sobre el final del poema, Laprida afloja sus últimas palabras: "Pisan mis pies las lanzas que me buscan. Las befas de mi muerte, los jinetes, los crines, los caballos se ciernen sobre mí". ¿La agonía es el único romance del ardor popular? Dice Josefina Ludmer en su estudio de la gauchesca, que los dos estilos culmines del género son el Triunfo y la Huella. El folklore eleva la épica gaucha y se vale del repiqueteo y la invocación triunfal para clavar su momento más alto. En cambio, toma la Huella como la escena del duelo, la elaboración de la derrota, el instante perdidoso. Morimos con gloria, hemos batido al enemigo. O su revés simbólico: lo dimos todo, pero no alcanzó. Algo similar podría pensarse de Facundo, en la diligencia que lo lleva a Barranca Yaco. Alguien le advierte que van a emboscarlo. En una danza popular cuyana, el general Quiroga recita: "Yo seguiré mi camino, no tengo miedo a la muerte. Si ya está echada mi suerte, qué me importa el destino". La lucha política completa esa agonía con rúbrica, con la pronunciación íntima de un valor a perdurar en la memoria popular. La lucha política procura sacar del juego al otro, y ese desgarro no alcanza a dimensionar las múltiples posibilidades que se interrumpen o se potencian. Lo que podía ser y no fue, lo que fue y será.

La historia cercana del peronismo se ha envuelto en volutas de humo derrotistas que no dejan ver una escena clara. Amagues, pausas eternas, fintas, cacareos. Decía el general Perón: “Los peronistas somos como los gatos: cuando parece que nos peleamos nos estamos reproduciendo”. La dimensión de la figura política de Cristina no cabe en un tuit, pero acaso un gran poema deba evocarla. Es difícil pensar que Borges hubiese consentido poner a Cristina en lugar de Laprida, porque seguramente le hubiese molestado la referencia inversa entre unitarios y federales. A nadie le ha incomodado, salvo quizás a Agustín Laje, que Piglia y Feinmann piensen la escritura política de Sarmiento en línea con la de Rodolfo Walsh. ¿No es la Carta Abierta a la Junta Militar el mejor testamento político argentino jamás escrito? ¿No es el Facundo la mejor novela política? La escena de Cristina yendo a pelear a los arrabales del sur y el sudoeste del Conurbano, más precisamente a la Tercera Sección, tiene la impronta del coraje, la osadía del barro. Es una jugada imbatible y probablemente más triunfal que errante. Allí no habrá Montoneras de Aldao emboscando a Laprida. Es una victoria asegurada. No aplica el poema de Borges, ni tampoco la vida de Juan Moreira cuando lo acechan, al final. Aunque una línea abierta, en paralelo, otro tipo de jaque, se cierne sobre la lidereza popular: nos queda para pensar la persecución judicial que sufre, también en una instancia también sacrificial, al mismo tiempo como Evita (porque es mujer política) y como Perón (por el intento de proscripción). Ella vendrá, sí, podría cantarnos el más reciente Palo Pandolfo.

Pero hay otra historia en curso de evocación dramática. Transcurre en Coyoacán, 1940. La mencionamos al principio de esta nota. La conocemos bien por el gran escritor cubano Leonardo Padura. El nuevo jefe de la Unión Soviética, José Stalin, ya endurecido en el bronce del poder y la escala euroasiática, deja atrás la primera etapa de la Revolución Rusa. Muerto Lenin, es el nuevo hombre fuerte del Kremlin. La industrialización y la arquitectura soviética arrojan sus símbolos de grandeza a la vidriera del mundo, y pronto serán faro mundial de la lucha social. Pero hay un detalle que se le escapa a Stalin, al poder absoluto y a la política autoritaria que pronto se convertirá en sustantivo. El cabo suelto del triunfo stalinista es ni más ni menos que otro de los dirigentes originales de octubre de 1917: León Trotsky. En su afán de eliminar disidencias, Stalin quiere borrar del mapa a quien pueda hacerle sombra, quien pueda alterar el poder omnímodo del hombre de Moscú. Trotsky ha logrado escapar en trineo, vive exiliado, vaga por el mundo sin suerte, con la ayuda de algunos amigos. Mientras, crea la IV Internacional, desafía la interpretación stalinista de la historia soviética. Y en algún momento, esa disidencia se vuelve intolerable. Es entonces cuando el régimen abre la cacería. Y allí entra en la historia Ramón Mercader, un comunista español que es entrenado por los servicios secretos para acabar con la vida de Trotsky. El ruso disidente logra radicarse en México DF., en el bello barrio de Coyoacán, con su mujer Natasha y su familia. Trotsky conoce a Frida Kahlo y a Diego de Rivera. Traban amistad, los mexicanoslos ayudan. Y hasta hay romances. De a poco, Ramón Mercader logra inmiscuirse en su entorno, hace incluso amistad con Trotsky. Hasta que un día acomete el asesinato premeditado del supuesto traidor. El 20 de agosto de 1940, Trotsky es atacado en su estudio por Mercader, que utiliza un piolet de alpinismo como arma. Hiere a Trotsky, fracturándole el hueso parietal. Al día siguiente muere en uncentro de salud de la capital mexicana. Nadie querrá pensar en el paralelo, pero podríamos pensar en el maltrato que recibe habitualmente el gobernador bonaerense Axel Kicillof, líder emergente del peronismo, como una suerte de boicot anacrónico, un raro gesto de infrecuente ataque interno, del fuego amigo.

Ahora que está de moda endilgarle al compañero la ausencia en sangre de peronismo, la carencia de doctrina peronista, o la escasez de principios y valores, sería una herejía pensar en Laprida y en Trotsky para figurar el drama en curso en nuestra llanura. Sería imperdonable, claro. En verdad, deberíamos hablar del general Domingo Mercante, que quedó a mitad de camino. De las diferencias de Jauretche y Scalabrini con el General. Podríamos pensar en el propio Cipriano Reyes y en quién hizo el 17 de octubre y ahogó su grito reclamando una autoría que solo Doña María de Berisso alguna vez le otorgó. Los días se vuelven urgentes, insoportables. También podríamos ponernos a hablar del heroico triunfo de Andrés Framini en la provincia de Buenos Aires, en 1960, que Frondizi anuló. Y no faltará el amigo que prevenga de la aporía de un peronismo sin Perón, impulsado por aquel líder metalúrgico, y a vos te va a pasar, lo que le pasó a Vandor. Dijo bien, durante estos días, Hernán Brienza: “El día que los peronistas terraplanistas se enteren de que la mitad del PJ se formó con los radicales de FORJA y con la UCR-Junta Renovadora, que en 1946 le ofreció la vice al radical cordobés Sabbattini y que en 1958 apoyó al radical Frondizi, lo echan a Perón del peronismo”.

Leales y traidores. El agobio del pueblo peronista gasta su paciencia en una espera inútil. El peronismo se nos está muriendo en las manos y la dirigencia asiste a la tragedia anunciada jugando a la historia, o a la literatura. Nadie quiere cantar la Huella de la próxima derrota ni quiere a un Ramón Mercader en estas pampas.