Nuestros mayores, quienes han sufrido diversas formas de violencia en los últimos años, especialmente en este último, enfrentan un panorama desolador. A la caída de las pensiones, la restricción de jubilaciones plenas, la eliminación de la moratoria y la reducción en la cobertura de medicamentos, se suma el implacable desdén de un gobierno que no solo ha mostrado una absoluta falta de empatía hacia un grupo social que se empobrece aceleradamente, sino que también ha optado por reprimir sus demandas con violencia: bastones, gases y una fuerza policial que parece ser el único sector del Estado que no se desmantela ni se debilita.

Asimismo, la masa de jubilados ha experimentado un crecimiento significativo, no solo en números absolutos, sino también en relación con la población activa que realiza aportes al sistema. Según datos de fines del año pasado, el número de trabajadores registrados —incluyendo empleados públicos, privados y trabajadoras de casas particulares— alcanza los 10.148.000, lo que representa una base de aportantes que sostiene el sistema previsional. Sin embargo, esta cifra contrasta con los 7.214.099 beneficiarios de jubilaciones, lo que arroja un ratio de aproximadamente “1,4 ocupados por cada jubilado”. Este desbalance evidencia la creciente presión sobre el sistema y plantea desafíos para su sostenibilidad a futuro.

Dentro del total de jubilados, el 60% (4.359.339 personas) accedió a su haber a través de un régimen de moratoria, sin haber cumplido con los 30 años de aportes requeridos. Solo el 40% restante (2.854.760 adultos mayores) logró jubilarse tras cumplir con este requisito legal. Esta distribución refleja no solo las dificultades históricas para acceder a empleos formales, sino también el impacto de las políticas que permitieron la inclusión de sectores que, de otro modo, habrían quedado excluidos del sistema previsional.

En este contexto, se suma la represión a  la exigencia de mejores pensiones, tanto para jubilados contributivos como no contributivos, y se convierte en una lucha por la dignidad material en los últimos años de vida. La erosión de sus ingresos ha sido evidente en el último año: entre noviembre de 2023 y julio de 2024, el nivel de empobrecimiento se duplicó. Aunque algunas estimaciones sugieren una leve disminución de la pobreza en el tercer trimestre de 2024, estas cifras deben tomarse con cautela, ya que no reflejan necesariamente una mejora real en los ingresos, sino más bien ajustes forzados en las actividades de los jubilados para compensar la abrupta pérdida de poder adquisitivo tras la devaluación de diciembre de 2023, ya bajo la administración del gobierno libertario, como plantean estudios de Mariana Sosa y José Rodríguez del Instituto Gino Germani.

Considerando que la edad promedio de los jubilados ronda los 73 años, estamos hablando de personas que estaban en plena actividad laboral durante la década de 2000. Esto nos lleva a un problema central: el empleo, su registro y la seguridad social. El presente y el futuro de la población adulta mayor dependen de cómo se aborden estas cuestiones hoy.

En las últimas dos décadas, el sistema previsional argentino ha experimentado cambios significativos. Dos grandes políticas públicas marcaron su rumbo: la ampliación de la cobertura y la eliminación del régimen de capitalización individual establecido por la Ley 24.241, que había permitido la efímera incursión de la industria financiera en la seguridad social. Estas medidas contrarrestaron el legado de los años noventa, caracterizado por la individualización del riesgo sistémico, la focalización de la política social y la privatización de la gestión previsional, como bien señala el especialista Sergio Carpenter.

La ampliación de la cobertura implicó, en la práctica, la universalización del beneficio previsional para la vejez. Esto permitió la incorporación masiva de las mujeres al sistema jubilatorio, facilitado por la flexibilización de los requisitos de años de servicio con aportes. Un instrumento clave en este proceso fue la posibilidad de saldar deudas por años de servicio impagos mediante cuotas deducidas del haber previsional. Además, se observó un aumento en el monto promedio de las pensiones, que habían perdido capacidad adquisitiva tras la crisis económica de 2001. Este incremento fue resultado de dos factores: la evolución macroeconómica y, a partir de 2009, la implementación de un esquema de movilidad basado en un promedio entre indicadores salariales y de recaudación tributaria destinada a la Seguridad Social. La mejora macroeconómica, con reducción del desempleo, aumento de la formalidad y crecimiento de los salarios reales, tuvo un impacto positivo en los haberes previsionales.

Sin embargo, a partir de 2012, la inflación se aceleró y la actividad económica se estancó. Los salarios reales dejaron de crecer y el desempleo dejó de disminuir. Esta tendencia se agravó con el inicio del gobierno de la Coalición Cambiemos en 2016: aumentó la informalidad, subió el desempleo y cayeron los salarios reales. En 2018, se implementó un nuevo esquema de movilidad previsional, aunque con un alto costo político, evidenciado en la “batalla del Congreso” de diciembre de 2017.

En resumen, la historia reciente muestra una paradoja recurrente: mientras se proclama amor por los ancianos, las políticas implementadas devoran sus ingresos. Este grupo social, el más afectado por los recortes de la motosierra, ha encontrado solidaridad en sectores no tradicionales, que se han unido para denunciar el deterioro de sus condiciones de vida. Hoy, el Estado Libertario les deja claro su línea política: más Estado para la represión y menos Estado para la justicia social.