Un plan, dos planes, ningún plan
Hay algo peor que no tener ningún plan: tener dos planes excluyentes entre sí
Se dirá que es normal que una coalición de gobierno tenga internas, un “debate de ideas”, que diferencias hay en todas partes. Pero las internas en algún momento se terminan. Y cuando se terminan todas las partes aceptan el resultado. En estado de fractura permanente la gestión naufraga. Y si sucede esto, la disfuncionalidad se va a deglutir primero a la gestión, y luego a la coalición.
Ciertamente hay pluralidad en todas las coaliciones y en todos los gobiernos, pero para que una gestión funcione, el programa debe ser uno. Esto no implica la rendición completa de ninguna de las partes, se puede (se debe) negociar, alcanzar compromisos entre las partes, pero la cara del gobierno frente a la sociedad no puede estar dividida.
Dicho de otra manera, si se es oficialismo no se puede ser oposición. Resolver esto es parte de la responsabilidad política que asumió esta coalición cuando se presentó a elecciones como una coalición. Una parte central de lo que define el éxito o el fracaso de una coalición es su capacidad para contener (e idealmente, institucionalizar) sus diferencias de manera de alcanzar decisiones que todos los involucrados, ganadores o perdedores, acepten.
Posiblemente exista lugar para lo que Juan Carlos Torre llamó “la ambigüedad estratégica”, no resolver nada, decir a cada quien lo que quiere escuchar e intentar agradar a todos para no expulsar ni ofender a nadie, y aspirar a que las cosas se resuelvan por el camino. Y posiblemente esa sea una buena estrategia con reservas y superávit fiscal. Pero sin reservas y con un déficit que nadie financia, posponer es solo agrandar el problema. La plata ayuda, y mucho, a resolver las diferencias, el problema es que ninguna de las partes puede explicar de dónde sacaría la plata hoy. La más fácil, tomar deuda o reventar reservas, ya no está disponible. Queda emitir o aumentar impuestos, y cualquiera de las dos implica caminar en la cornisa del conflicto social, por vía de una espiralización de la inflación o de una rebelión fiscal como la de 2008.
Ciertamente, hace falta tener funcionarios capaces para gestionar una situación muy delicada. Pero alguien tiene que decidir, y primero se decide y después de ponen los funcionarios, no al revés. La reciente salida de Matías Kulfas es sólo un enésimo ejemplo. Si la preservación de los “equilibrios” se vuelve más relevante que las decisiones que se tienen que tomar (el ejemplo más claro es energía, pero hay muchos otros) el gobierno queda inmóvil. El problema hoy no son los funcionarios que no funcionan sino las coaliciones que no coalicionan. O, si se nos permite seguir con los juegos de palabras no muy afortunados, si no coalicionan, colisionan. Hay que tomar decisiones que van a tener costos, pero no tomarlas implica costos mayores.
Estamos en una situación en la que no hay soluciones indoloras: el gobierno va a tener que navegar lo que le queda de mandato con los dientes apretados para que no reviente ni la calle ni la deuda. Porque ya no hay opción de elegir entre la paz en la calle o la paz en los mercados, ni margen para elegir qué se prioriza; si revienta una inmediatamente, revienta la otra.
Procesar las diferencias para alcanzar un programa respaldado por la coalición es tal vez más importante que la consistencia misma del programa. Y esto no es para desmerecer las dificultades técnicas, o lo importante que es tener un plan “técnicamente bueno”. Esto es importante. Pero probablemente sería mejor tener un plan claro -aún uno poco consistente- que todos conozcan y organice las expectativas, que tener un plan genial (como si hubiera tal cosa) que no se puede aplicar, o peor aún, dos planes que van en direcciones contrarias. Un plan, por malo que sea, es infinitamente mejor que dos planes geniales.
Y todo esto puede decirse sin necesidad de tomar postura sobre “quien tiene razón”, ya sea sobre la política como sobre la economía. Quién tiene razón es irrelevante. Proyectar desde el gobierno una voluntad de acción clara y comprensible sobre los actores sociales tendría un efecto organizador (aun cuando muchos no acuerden con lo que el gobierno decidió) que sería enormemente positivo para coordinar las expectativas y sería mucho más relevante que la consistencia técnica de tal o cual plan.
¿Será percibido así por los votantes? ¿Recibirán las fracciones del frente de todos, o el PJ en su conjunto, un castigo por haber fallado a la hora de mostrarse como el partido del orden? (y vale tener presente que la incapacidad para ordenar desde el poder ha sido siempre un pecado capital para el peronismo). Probablemente esta dimensión esté siendo subestimada: el peronismo tiene un capital político importante acumulado sobre la percepción de que frente a lo inesperado, lo excepcional, responde, saca las papas del fuego.
Nada más lejos de estas líneas que emitir la enésima (y fallida) partida de defunción del PJ, solo en registrar la novedad de un partido que siempre fue eficaz ordenado por un liderazgo vertical (muchas veces por medio de internas violentísimas, pero que resolvieron la cuestión del liderazgo), y que ahora carece de ese activo. Y que no parece estar haciendo armónicamente la transición ni hacia un nuevo liderazgo ordenado, ni hacia una dinámica coalicional capaz de procesar las diferencias en su interior para mostrarse como “un” gobierno. Y el gobierno es siempre, necesariamente, uno. No se pueden tener dos ni tres gobiernos al mismo tiempo. Eso es algo que especialmente el partido del orden no haría jamás. Si el fantasma del 2001 sigue vivo, la capacidad de hacer que esto no explote seguirá siendo una demanda de los votantes. Lo que no está tan claro es la capacidad que tenga el PJ de responder a ella.
Paradójicamente, en este punto, es posible que la coalición opositora sea el ámbito del que el gobierno pueda sacar las lecciones más valiosas: JxC se fue del gobierno con la economía implosionando y las variables fuera de control, pero mantuvo un nivel de agregación política muy alto en el llano. No por carecer de internas, sino por una gimnasia en la gestión de las disputas que los condujo, dos años después, a revertir la derrota de 2019 y a posicionarlos hoy (a una eternidad de las elecciones) como el caballo del comisario de cara a 2023. El otro espejo en el que mirarse es el de la Alianza, a la que primero le implosionó la política y luego (en buena medida a causa de ello) la economía.
Probablemente habiendo recibido una macro destrozada a la que se le agregó una pandemia no haya manera para el gobierno de dar buenas noticias económicas de aquí a 2023. Lo que sí está en manos de la coalición de gobierno es decidir qué efectos tendrá esa economía sobre la política, y específicamente sobre el futuro de la coalición. Pero la gran dificultad es que ya no hay un conductor que ordene todo el espacio. Ninguno de los actores puede tomar esa decisión solo, necesariamente debe hacerlo en acuerdo con los demás. Y la voluntad de acordar parece ser el recurso más escaso.
Incluso jugar a perder en 2023 para ganar en 2027 parece ciencia ficción: ¿quién piensa a 5 años en un país en el que nadie se queda con los pesos en la mano hasta fin de mes? Si la política se exhibe con semejante nivel de disfuncionalidad y autocentramiento frente a una sociedad que se percibe en medio de un naufragio, probablemente el vendaval de la antipolítica se lleve puestos a muchos de los actores que especulan con el 2023 y el 2027 como si jugaran con fichitas en un TEG imaginario.