A comienzos de los años ’90 se estrenó una comedia protagonizada por Eddie Murphy que en español fue titulada “De estafador a senador”. La premisa era la siguiente: Jeff Johnson, varias veces electo senador por el Estado de Florida –blanco, acaudalado y corrupto–, fallece repentinamente. Esto es aprovechado por Jefferson Johnson (Murphy) –afrodescendiente, pobre y estafador–, quien logra ubicar su nombre en la lista electoral para hacerse con los votantes inerciales del fallecido. Desmintiendo el vaticinio de su madre según el cual “nadie puede ser tan estúpido como para votar a una persona sólo porque se apellida Johnson”, el protagonista gana la elección y pasa a ocupar un escaño en el Congreso estadounidense, donde debe aprender a lidiar con situaciones que terminan resultando más turbias que aquellas que caracterizaban su vida de timador y ladrón.

La película no es exactamente memorable. Sin embargo, vale recuperarla pues, aun cuando sus referencias apunten a la realidad de otro país y haya quedado ubicada en otra época, hay algo en ella que devuelve un reflejo un tanto perturbador de nuestra actualidad argentina, especialmente en estos tiempos pre-electorales. Esta sensación que en una primera instancia se expresa como una risa incómoda pero que luego genera un profundo malestar, impulsa las siguientes preguntas: ¿qué tipo de votantes presupone un truco de tan baja estofa? ¿Qué dice de los ciudadanos el éxito de un plan tan básico? ¿Qué cualidades terminan asignándole al acto eleccionario esta clase de artimañas? No hay motivo para demorar la respuesta: maniobras de este tipo presuponen votantes holgazanes y estúpidos. Holgazanes, pues no estarían dispuestos a esforzarse para honrar la obligación que el voto supone. Estúpidos, pues no querrían (y por eso no podrían) entender efectivamente qué, por qué y a quién están votando. Todo lo cual hace de la elección de representantes una impostura patética y un simulacro de la democracia.

La serie de avatares pre-electorales a la que asistimos desde hace ya algunos meses bien podría comprenderse de ese modo: una democracia fingida. Ninguna de las situaciones vergonzantes que se inscriben en esta lista resulta exactamente novedosa. Pero quizás nunca antes se hayan visto tantas acumuladas en tan poco tiempo. Y lo peor es que el futuro inmediato amenaza con más de lo mismo.

La decisión de Horacio Rodríguez Larreta de establecer elecciones concurrentes para el ámbito de CABA, es decir, de instituir dos actos eleccionarios independientes el mismo día –en uno se elegirán cargos nacionales con la tradicional boleta de papel mientras que en otro se definirán las autoridades del distrito con boleta electrónica–se inscribe en la lista de ardides electorales que podrían funcionar como punto de partida de una película tragicómica.

Argumentar que esta decisión responde a lo estipulado en el Código Electoral no es aceptable. Está a la vista de todos: Larreta intenta evitar el eventual perjuicio que sufrirían los aspirantes a la jefatura porteña que, de utilizarse una única boleta para ambas elecciones, se verían obligados a ir detrás de candidatos presidenciales con escaso caudal de votos.

Lo más triste es que, como ya se dijo, la existencia de estas maniobras no tiene nada de novedoso. Además, queda claro, no son exclusivas de ningún partido político. Basta con mencionar las candidaturas testimoniales armadas con nombres convocantes, los cuales –se sabe– no asumirán el cargo para el que se postulan. Si para muestra alcanza un botón, cabe recordar la boleta de diputados presentada por el Frente para la Victoria en las elecciones legislativas de 2009. Aquella lista tenía en primer lugar a Néstor Kirchner –quien fue prácticamente el único nombre de peso que asumió su banca–, en segundo a Daniel Scioli –por aquél entonces, gobernador de la Provincia de Buenos Aires–, tercera a Nacha Guevara y cuarto a Sergio Massa –quien ya había renunciado a la Jefatura de Gabinete para volver a la intendencia de Tigre–. Esta operatoria vilipendia las lógicas de la representación y burla las formalidades democráticas. Y lo mismo vale para los pedidos de licencia que habilitan reelecciones ilimitadas o los saltos jurisdiccionales de candidatos que no tienen inconveniente en postularse para representar los intereses de los porteños, luego de los bonaerenses, y más luego de los porteños otra vez, según resulte oportuno.

La pregunta se repite: ¿qué tipo de votantes presuponen estas jugadas? La respuesta se repite también: un votante holgazán y estúpido. En efecto, volviendo al ejemplo de las elecciones concurrentes en CABA, si alguien quisiera votar al candidato presidencial del PRO y al candidato a Jefe de Gobierno del Radicalismo, ¿dejaría de hacerlo por la sola dificultad de tener que cortar una boleta con una tijera? ¿Acaso no entendería las reglas –bastante simples, por cierto– de la tradicional mecánica electoral? Cuesta creerlo. Sin embargo, los hechos indican que desde la perspectiva de los representantes políticos, el potencial escándalo que pudiera desatarse por implementar esta clase de artimañas es un costo que vale la pena pagar a cambio del rédito electoral que pudieran obtener. Si ellos se exponen de esta manera, es porque presuponen que ese votante holgazán y estúpido existe. Y no sólo existe, sino que además tiene un peso estadístico que puede conformar mayorías, que puede resolver elecciones. Y aquí es donde el foco de la reflexión debe dejar de lado las maniobras de los representantes para concentrarse en el comportamiento de los representados.

Se vuelve sustancial asumir nuestra parte de responsabilidad, pues si estas estratagemas se repiten una y otra vez hasta convertirse una costumbre vergonzante, eso se debe fundamentalmente a que han contado con nuestra complicidad. Si el resultado de una elección no alcanza a interesarnos lo suficiente como para, por caso, incomodarnos durante los minutos que pueda insumirnos la acción de cortar un pedazo de papel, habremos entregado a precio vil una de nuestras últimas armas de defensa contra los poderes concentrados. Dicho en los términos que aquí se están proponiendo, si los votantes somos efectivamente holgazanes y estúpidos, entonces tendremos una democracia de características análogas.

Dos niveles de acciones a tomar para evitar que, ante este diagnóstico, nos gane la desolación. El primero de estos niveles pasa por afirmar la necesidad imperiosa de una reforma electoral, aunque en nuestra Argentina de hambre y miseria este reclamo parezca una exageración lujosa e inconducente. Son justamente el hambre y la miseria generalizadas las condiciones que deberían impulsar una reforma que ataje o que, cuanto menos, reduzca el vaciamiento de sentidos del juego democrático-electoral allí donde lo formal se cruza con lo cualitativo.

Para ilustrar el segundo nivel, servirá una referencia literaria que convendrá poner al lado de la película mencionada al comienzo de este artículo, aún cuando se trate de una obra artística de una valía muy superior. En la novela Ensayo sobre la lucidez, José Saramago plantea una situación fabulosa: las elecciones que se desarrollan durante un día lluvioso en un país ficticio arrojan por saldo una mayoría de votos en blanco. El asombroso resultado es vinculado con la cuestión climática y se decreta repetir las elecciones una semana después. Pero contrariamente a lo esperado, en esa segunda elección el voto en blanco aumenta, superando el 83%. Entonces el gobierno declara el estado de excepción, toma decisiones autoritarias y represivas, y emprende una serie de investigaciones paranoides buscando conocer las causas ocultas de lo que ellos definen como “un golpe brutal a la normalidad democrática”. Pero se encuentran con que las causas no están ocultas, sino a la vista: el electorado prefiere no votarlos más.

Cabe aclarar que referir aquí a este libro no responde a una impronta destituyente ni menos aún pretende funcionar como una invitación al voto en blanco. Pero quizás sí resulte valioso recuperar la enseñanza de la novela de Saramago: los resultados electorales otorgan legitimidad a los representantes electos, pero también pueden operar como límites.

Afirmemos el peso específico que cada uno de nuestros votos debe tener. No naturalicemos más trampas ni aceptemos más ardides. Reclamemos una democracia para votantes activos y espabilados.