Todavía recuerdo cuando, unos diez años atrás, comenté en una cena en Buenos Aires que planeaba incluir Moscú en mi próximo viaje y uno de los presentes, dueño de una agencia de viajes, me recomendó con preocupación que consiguiera un guía y que tuviera cuidado al moverme por la ciudad. ¡Qué bueno que hice caso omiso a sus palabras! Si bien esa primera vez la estadía no duró más de una semana, lo cierto es que andando por mi cuenta me encontré con una ciudad vibrante y para nada peligrosa que pude disfrutar a pleno sin ningún problema.

El tiempo pasa y la capital rusa se moderniza y crece, la cantidad de estaciones de metro se incrementa al ritmo del aumento de la población y de la consecuente expansión de las zonas residenciales, mejoran sus parques, llegan más turistas e inmigrantes, y a pesar de estos cambios este gigante logra mantener su esencia y energía únicas. Actualmente viven acá más de 10 millones de personas, principalmente rusos, pero también minorías de otros orígenes étnicos, como ucranios, armenios, tártaros, bielorrusos, kirguises y uzbekos, entre otros tantos. Los grupos provenientes de Asia Central, en su mayoría, vienen a ocuparse de los trabajos que los moscovitas no quieren hacer, por lo que es común verlos trabajando como albañiles en obras en construcción, limpiando la nieve de las calles en invierno o como personal de limpieza.

La vida en Moscú es vertiginosa, las distancias son enormes, la gente fluye continuamente, y es posible comprar casi cualquier cosa a cualquier hora en las tiendas que abren las 24 horas. Por esto y por su vida nocturna se dice que Moscú nunca duerme. Sumemos entonces los bajos niveles de inseguridad que presenta y su red importante de transporte y tendremos a nuestra disposición una metrópoli intensa a la que, según parece, solamente se puede amar u odiar.

Además, el carácter de los rusos y una eventual barrera idiomática pueden incidir fuertemente en nuestra relación con la ciudad y el país, ya que por un lado el trato recibido sobre todo en lugares públicos y negocios puede tender a la indiferencia pero por el otro no es tan difícil experimentar su hospitalidad.

No importa el momento del año, Moscú siempre tiene mucho para ofrecer. El invierno no es fácil, incluso para los rusos, pero la magia de la nieve compensa y, si bien las opciones de paseos se reducen, se pueden visitar museos, galerías e iglesias, patinar sobre hielo en enormes pistas a cielo abierto (también las hay cerradas) y maravillarse con las estaciones del metro. Sí, por unos 13 pesos argentinos (el costo del pasaje) podemos recorrer la red entera del subterráneo moscovita, ya que para cambiar de dirección no es necesario salir a la superficie, y para combinar líneas tenemos muchas opciones. Cada estación es única, las hay modernas y las hay soviéticas, pero todas deslumbran a su manera. El metro es al mismo tiempo un museo alucinante y el medio de transporte elegido por unos 2400 millones de personas al año, lo que hace que a menudo haya enormes concentraciones de pasajeros. En casi todas las estaciones hay WI-FI gratuito y señalizaciones en inglés.

En verano llega a hacer bastante calor, pero no por tanto tiempo como en Argentina. En esta época lo mejor es salir a disfrutar de los parques. Se destacan Gorki, al lado del Río Moscú, transformado en un espacio muy moderno y concurrido, Kolómenskoye, que cuenta con construcciones e iglesias antiguas que se pueden visitar, y Sokolniki, con sus atracciones para niños y rica comida. Cabe destacar que a ellos se puede llegar fácilmente en metro.

Los preparativos para el Mundial de Fútbol 2018 ya están en marcha y personalmente pienso que, más allá de lo deportivo, este campeonato representará una buena oportunidad para que mucha gente que no pensaba en Moscú como destino de sus viajes termine conociéndola y sorprendiéndose positivamente.