Pocos días después de la marcha del 18 de febrero de 2015 buena parte del Poder Judicial, abiertamente enfrentado con la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner y con llegada directa a los medios de comunicación opositores al kirchnerismo, se manifestó contra “la impunidad” por la muerte del fiscal Alberto Nisman. Bajo el justo reclamo de justicia, la parcialidad de la asistencia, así como buena parte de sus consignas, connotaban una marcha opositora orquestada desde las entrañas mismas de la justicia argentina.

 CFK escribió un comunicado en su página web, llamado “18F, el bautismo de fuego del partido judicial”. Desde un buen tiempo a esta parte se viene hablando de “la judicialización de la política”, es decir de qué manera los sectores políticos dirimen sus diferencias ya no en la arena que les es propia, sino buscando la intermediación de otro poder, como es el Poder Judicial, erigido en árbitro de decisiones legales, legítimas y soberanas de los otros dos poderes, proceso que la presidenta conceptualizara aquella vez claramente en sus reflexiones.

Este proceso guarda ciertas analogías con el proceso político institucional por el que atravesó nuestro país que, si bien inaugurado con el golpe de 1930, se desarrolló en su totalidad entre 1955 y 1983 en el que ciertos actores políticos, ante la imposibilidad de ganar elecciones limpias o acaso tan sólo de dirimir sus diferencias, utilizaron las Fuerzas Armadas como el actor que terminara inclinando la balanza en un sistema político en el que, el recurso inapelable de la fuerza, se transformó en el mecanismo de acción política más efectivo. 

Mucho se ha escrito desde las ciencias sociales buscando teorizar aquellos años de alternancia entre gobiernos civiles y militares, desde aquel “empate inestable”, hasta la  “democracia tutelada” o aquella que pone el énfasis en la “violencia, proscripción y autoritarismo”. Como posible explicación a aquellas turbulencias institucionales, no pocas veces se ha sostenido también que ante la imposibilidad de las derechas argentinas por conformar un partido de masas que le garantice competitividad en términos electorales con posibilidades concretas de éxito, la salida militar resultó la manera de lograr, vía golpes de estado, un poder político que no alcanzaban en las urnas.

Samuel P. Hungtinton, aquel que se hiciera conocido por el famoso “choque de civilizaciones”,  plantea en “The soldier and the state” trabajo fundacional cuya primera edición es del año 1957, algunos conceptos que resultan claves para el análisis de las relaciones cívico- militares. En este caso el de “corporatización” nos resultará conducente a los fines de esta nota. El sociólogo Ernesto López, especializado en temas militares, explica que la corporatización militar ocurre cuando la “autonomización” ha avanzado de manera tal que “las instituciones militares tienen capacidad para definir desde sí mismas sus fines y misiones, su doctrina, su orgánica, sus modos de relación con el mundo de la política (…). Alude centralmente a la conversión de las instituciones militares en actores políticos significativos, dotados de una perceptible independencia respecto de los actores políticos de naturaleza ´civil` y de una apreciable autonomía de criterio político”, es decir, el poder militar transformado en actor, con capacidad de maniobra, de operación y de consolidarse como árbitro último del sistema político. En suma, aquella institución que pudo ser utilizada por ciertos sectores de la política como una posibilidad de llegada al poder para la preeminencia de intereses sectoriales específicos, identificados claramente con los de los sectores dominantes, termina constituyéndose como “partido militar” y asumiendo una situación de centralidad aglutinante de aquellos que alguna vez “golpearon las puertas de los cuarteles”.

Los sectores mediáticos que en su momento criticaron airosamente la conceptualización de CFK de “Partido Judicial”, hoy poco dicen de una Justicia desembozadamente al servicio del poder político. 

Un Poder Judicial donde ya no hay tensiones internas puesto que se ha forzado la renuncia de la Procuradora General, así como busca apartarse a los pocos jueces díscolos con el macrismo.  La judicialización de la política va dejando paso a un Poder Judicial, que se “corporatiza” es decir, se transforma en un actor político en sí mismo que actúa en representación de intereses sociales, políticos y económicos, cosa que debería estar únicamente reservada al terreno de la política ya que la justicia debiera ser independiente.

 Hoy el Poder Judicial (o mejor dicho algunos renombrados jueces y fiscales con el aval o la omisión de la Corte Suprema de Justicia) ha devenido en un jugador explícito del sistema que, espalda con espalda con el gobierno de Macri, defiende al igual que él los mismos intereses de los sectores concentrados del capital. Éstos sectores, a fin de cuentas, son quienes vieron durante décadas como opción viable para llegar al gobierno, el atajo fáctico de las Fuerzas Armadas pero que, una vez consolidada la transición política fines de los años ochenta y ante la exclusión de la salida militar como opción de recambio forzado, recurren a los actores internos del sistema para llegar o mantenerse en el poder a como dé lugar. De dos años para atrás para buscar desestabilizar a los gobiernos que afectan ese cúmulo de intereses concentrados que algunos creen sus prerrogativas naturales y de dos años a esta parte para encarcelar opositores y amedrentar cualquier conato de disidencia y seguramente avalar en el futuro maniobras dilatorias en caso de tener que entregar el poder.

*Historiador