Como una metáfora del tiempo de la política y del calendario real, los acontecimientos de los últimos días han acelerado lo que se venía evidenciando e insiste en los últimos meses del gobierno de Cambiemos. Me refiero al uso de las fuerzas del orden y de seguridad como un dispositivo político cada vez más frecuente en las manifestaciones de protesta social, en distintos puntos del territorio del país, por diferentes causas y reclamos; incluso en las calles de la Ciudad de Buenos Aires sobreabunda la presencia de las fuerzas del orden local.

 La creciente saturación de esa realidad va de la mano de un discurso sobre el orden –mejor aún: sobre un tipo de orden-, que el gobierno de Cambiemos pretende consolidar como uno de los aspectos centrales de su identidad. Los hechos de la última semana refuerzan esta tendencia que articula el imaginario de la alianza política en el gobierno, y que cuenta para su consolidación con una estrategia permanente de instalación de un “otro negativo” que puede emerger en distintos registros sociales.

 En sus aspectos políticos las derechas en el poder como Cambiemos conectan con líneas ideológicas que establecen nuevos contornos sobre el espacio público, con voluntad de redefinir sus condiciones de legitimidad; un espacio público amenazado parece guiar con fuerza los objetivos normalizadores de Cambiemos. ¿Hace falta apelar a la memoria social para saber que el imaginario popular hace años ha incorporado la idea de un otro políticamente diferente como un aspecto irrenunciable de la dinámica política? De un modo contundente la respuesta estuvo a la vista en las calles del lunes 18 de diciembre. Los fervientes defensores del liberalismo político (tradición esta última que el gobierno ha tratado de abrazar discursivamente) no deberían olvidar que esa es una de las bases sobre la que descansa la democracia, y que con su excitado discurso el gobierno martilla de un modo confuso, cuando menos.

 Tal confusión puede sin embargo ir adquiriendo un rostro más nítido para el propio gobierno, sobre todo en su búsqueda de un consenso social más amplio que ya ha activado como estrategia retórica. Dicho consenso consistiría, esencialmente, en articular un discurso del orden incorporando esa idea de un “otro violento” como un problema que las democracias contemporáneas deben resolver. Esta peligrosa operación transita por una delgada línea hacia el reforzamiento de la coerción y el disciplinamiento del Estado, y que la autonomía política del poder judicial representa solo uno de sus aspectos más visibles y activos. Pero como decíamos, el gobierno no pretende demostrar ese poder aisladamente, sino que apuesta a obtener consensos sociales más amplios que permitan sostener esa idea de un otro que satisfaga sus pretensiones hegemónicas, por el momento no realizadas. La construcción de un sentido común y de corrientes de opinión autoritarias es una opción siempre posible y sería aún peor que fueran deseadas, tal como viene sucediendo en algunas ciudades de Brasil, sobre todo a partir de la caída del gobierno de Dilma Rousseff.

 Alejado de 2001, el Gobierno de Cambiemos avivó los fantasmas de ese tiempo pasado invocando un intento de golpe de estado objetivamente inexistente, y atribuyendo dicha fantasía a la masiva movilización popular que terminó derramando hacia los barrios de la ciudad esa misma noche. La construcción imaginaria (y paranoica) de posibles horizontes de violencia futura y de enemigos internos desde la cúpula del Estado -como irresponsablemente acaba de enunciar nada menos que la vicepresidenta de la nación-, no solo es peligroso por las pulsiones violentas que puede desatar, sino que pareciera orientarse a obtener un resultado contrario al buscado, y en consecuencia, aceitar los mecanismos coercitivos del aparato estatal.


*Politólogo y docente. Twitter: @NFreibrun